martes, 26 de mayo de 2020

SAUL BASS: CIEN AÑOS DE CRÉDITOS Y MÚSICA

Hace tiempo que los títulos de crédito, cuya atención sigue siendo una seña de identidad de cualquier cinéfila o cinéfilo que se precie, se postergaron al final de la película, dejando para el último momento la posibilidad de resolver las dudas sobre el reparto o el equipo técnico que hubiéramos podido albergar a lo largo de la proyección. A pesar de eso en la mayoría de los casos, y muy especialmente cuando se trata de films épicos o espectaculares, se suele cuidar mucho su aspecto e impacto, y a veces se combinan con secuencias de desarrollo y resolución de la trama con el fin de que el público, siempre inquieto por abandonar la sala como si le fuera la vida en ello, mantenga su atención al menos en los créditos principales, antes de que comience a avanzar el rodillo con los cada vez más interminables títulos finales, que suelen concluir con una de las secciones más apreciadas por la afición, la relación de temas musicales utilizados a lo largo del film.

Que los créditos son veneno para la audiencia lo saben muy bien en la televisión, donde montadores y realizadores con implacables con los créditos finales, que repetimos son hoy los únicos existentes, arrancados de cuajo casi desde el momento en el que empiezan a salir, no vaya a ser que el espectador o espectadora se canse y cambie inmediatamente de canal. Con este fin se ha suprimido también desde hace tiempo la publicidad entre programas, sobre todo entre películas, que nos las sirven del tirón, sin tregua ni para respirar. Esto es un problema, como tantos otros, de educación: Es más fácil dar lo que se pide que educar en otras necesidades. Pero lo más escandaloso es cuando la cinta mantiene créditos iniciales, los tradicionalmente conocidos como letreros, y algunas televisiones en abierto optan por sesgarlos para entrar directamente en acción. Son temas que deberían quedar de una vez por todas zanjados con una legislación eficiente sobre derechos de autor y propiedad intelectual, pero que desgraciadamente siguen ahí, provocando una sucesión interminable de horrores y ofensas artísticas y culturales.

Con esta coyuntura celebramos el pasado 8 de mayo el centenario de uno de los más reconocidos artistas gráficos del séptimo arte, Saul Bass, cuyos trabajos para el medio siguen siendo hoy objeto de estudio y admiración, posiblemente junto a los de Maurice Binder, cuyo sello para la serie James Bond ha permanecido indeleble hasta nuestros días a pesar de haber cambiado naturalmente de manos. Es tal la creatividad que permite desarrollar al artista unos buenos títulos de crédito, que nuestro cine empezó a cuidarlos sobre manera desde finales del pasado siglo, en títulos de Almodóvar, Martínez Lázaro, Gerardo Vera o Díaz Yanes por citar solo algunos, hasta el punto de que algunos incluso abogamos por instaurar en los premios de la Academia una categoría para ellos, desmarcándonos así por lo menos en una parte del habitual palmarés impuesto por los Oscar y todos los premios que en el mundo les han seguido. Algo parecido se atrevieron a hacer los Feroz, que sí tienen una categoría reservada al menos a los pósters publicitarios, tan relacionados con el apartado que nos ocupa.

Relacionado con grandes del Cine

Aún recordamos con satisfacción la espléndida exposición sobre carteles de Saul Bass que se celebró en el Círculo de Bellas Artes de Madrid a finales de 2012 y principios de 2013. Precisamente uno de sus trabajos más sobresalientes lo encontramos en los créditos finales de West Side Story, film que se adelantó en unas cuantas décadas a la costumbre actual de no incluir títulos al inicio sino solo al final. Aunque se encargó de la misteriosa secuencia de la obertura, en la que unas simples líneas sobre un fondo de cambiante color va derivando poco a poco en la reconocible silueta del sur de Manhattan desde el aire, lo que realmente llama la atención son los grafittis murales en los que consumada la tragedia podemos leer todos los participantes artísticos y técnicos del legendario musical de Robert Wise y Jerome Robbins. Lo de reservar todo el diseño de los títulos para el final ya lo había practicado Bass en otra espectacular y oscarizada película cinco años antes, La vuelta al mundo en 80 días, todo un alarde de diseño gráfico facilitado por la enorme cantidad de estrellas que aparecían en la cinta, y que Bass volvería a tener el placer de disfrutar varios años después en la sobredimensionada y agotadora comedia de Stanley Kramer El mundo está loco, loco, loco, loco.

En sus años de estudiante Bass asimiló especialmente el estilo Bauhaus y el constructivismo ruso, sobre todo de la mano de György Kepes, que fue profesor suyo en Brooklyn. Estas influencias se perciben notablemente en sus excelentes y personales trabajos para el cine. A finales de los años cuarenta se mudó a Los Angeles, donde fundó su propio estudio de publicidad. Su primer trabajo para el cine fue el cartel de El ídolo de barro, una película de boxeo dirigida por Mark Robson e interpretada por Kirk Douglas. A partir de ahí acaparó la atención de Otto Preminger, que se convertiría en su auténtico mecenas a raíz del póster y los títulos de crédito de Carmen Jones, una adaptación al cine del musical que a partir de la ópera de Bizet había realizado Oscar Hammerstein II, el letrista habitual de Richard Rodgers, con quien compondría musicales legendarios como El rey y yo, Oklahoma o Sonrisas y lágrimas. Un año después atraería la atención de Robert Aldrich, que contaría con él para The Big Knife, y de Billy Wilder, que le encargaría los coloristas créditos de La tentación vive arriba. Pero su verdadero sello lo encontraría ese mismo año en El hombre del brazo de oro, también de Preminger, con esos monigotes desarticulados y esos grafismos duros y violentos que danzaban al ritmo de la música de Elmer Bernstein, cuya banda sonora marcó también un hito en la época, al incluir ya decisiva y contundentemente el jazz en el cine.

Solo tres años después Saul Bass firmaría una de las relaciones más fructíferas y creativas de su carrera, con Hitchcock y tres obras maestras absolutas y consecutivas, Vértigo, Con la muerte en los talones y Psicosis. Imposible desgajar del resto del film la impresión que provocan las figuras que ruedan hipnóticamente sobre fondo rojo en el film protagonizado por Kim Novak, ni las inquietantes líneas sobre verde que se van paulatinamente convirtiendo en la vidriera de un rascacielos de Manhattan en la trepidante cinta protagonizada por Cary Grant, o las angustiosas líneas en blanco y negro que van y vienen de forma nerviosa y amenazante en el clásico del terror, de cuya antológica escena de la ducha se encargó también del story board, a pesar de que el maestro del suspense lo negara. No olvidemos que Bass colaboró también con Kubrick, en los títulos de arranque de Espartaco bajo las marciales notas de Alex North, o en el póster publicitario de El resplandor, por citar un par de ejemplos.

Grandes bandas sonoras que potencian la creatividad

La inmensa mayoría de estos irrepetibles trabajos gráficos tuvieron en parte una buena inspiración en las excelentes partituras a las que acompañaron, desde la más popular de las óperas en el caso de Carmen Jones, a las tres magníficas bandas sonoras de Bernard Herrmann para Hitchcock, la serpenteante e hipnótica Vértigo, el trepidante fandango de Con la muerte en los talones, y el inquietante y tremolante andante con moto de Psicosis solo para cuerdas. Pero Bass acompañó también el excelente score a la americana de Jerome Moross para Horizontes de grandeza de William Wyler, un tema icónico del western, la multicultural y melódicamente inspirada música de Victor Young para La vuelta al mundo en 80 días, los majestuosos y ardientes títulos de Éxodo bajo la épica y también antológica partitura de Ernest Gold, cuyo tono inspiraría también la que Maurice Jarre compuso dos años después para Lawrence de Arabia, o el trepidante jazz que acompañaba a Anatomía de un asesinato de la mano de Duke Ellington y a La gata negra de la de Elmer Bernstein. Podríamos seguir con la majestuosidad de Moross en El cardenal, cuyos títulos se intercalan en las calles y escaleras del Vaticano que recorre su protagonista, Tom Tryon, el emocionante desfile de grandes estrellas que surge sobre un fondo ondulante de la bandera americana en Tempestad sobre Washington, con la sensacional e inolvidable música de Jerry Fielding añadiendo elegancia y dignidad al conjunto, los desasosegantes títulos de la versión de Scorsese de El cabo del miedo, ilustrados con la inquietante música que Herrmann había compuesto treinta años antes para la versión original, o el elegante y hasta empalagoso patchwork de flores y encajes con los que se iniciaba La edad de la inocencia, también de Scorsese, al ritmo del Fausto de Gounod, dentro de una banda sonora en la que Elmer Bernstein desplegó toda su sensibilidad y buen gusto.

En muchos de estos títulos colaboró su esposa Elaine, con quien dirigió algunos cortometrajes, llegando a ganar él miso un Oscar por su corto documental Why Man Creates de 1968. Como diseñador de imágenes corporativas que también fue, con trabajos para los Juegos Olímpicos de Los Angeles 1984, United Airlines, Minolta o Warner Communications, Saul Bass no limitó sus trabajos para el cine a créditos y cartelería, sino que también aplicó su arte y su talento en el diseño de los rótulos de películas como Big o Al filo de la noticia, ya al final de una carrera que culminó con su fallecimiento el 25 de abril de 1996.

Artículo publicado en El Correo de Andalucía

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