Con una temporada que se ha ido desgranando concierto a concierto, sin un programa general que nos haya permitido organizar nuestra agenda con antelación, no sabemos si este concierto número nueve de la décimo cuarta temporada será o no el último de la misma. Eso pensamos del octavo, que convocó a Bartók y Satie en el salón de actos de Arquitectura, y sólo hace unos días supimos de la celebración de éste en el Teatro Central, espacio que ya pisaron los y las jóvenes de la Conjunta el año pasado en otra concentración sólo de vientos. Ahí se formaron también muchos de ellos y ellas, gracias a los créditos con los que la Universidad premiaba al alumnado que asistía a los ciclos de música contemporánea que se celebraban en ese recinto hace muchos años.
Precisamente con música contemporánea se despachó Camilo Irizo en un concierto que el conjunto celebró el día antes en el Auditorio de la Ciudad del Conocimiento de Dos Hermanas. El del Central, y a pesar del Betis, contó con un buen aforo, en su mayoría, hay que decirlo, familiares de los numerosos jóvenes convocados. Una generosa representación del alumnado de vientos del Conservatorio Manuel Castillo se dio cita en este concierto dirigido por el maestro, que es quien habitualmente se encarga de la faena cuando de maderas y metales se trata. El sabio e inteligente programa permitió a la formación demostrar su habilidad a la hora de afrontar tres formas diferentes de hacer música con metales, maderas y percusión. Copland representó la música para bandas militares, Mower el concepto de big band y Gubaidúlina el de música contemporánea en sentido estricto.
Del primero, una abundante Conjunta encaró Emblems, un encargo de la Asociación Nacional de Directores de Banda para acompañar su convención de 1964, convirtiéndose desde entonces en pieza angular del repertorio para bandas de música, y obra maestra en su género. En ella se puede observar el estilo expansivo y naturalista del autor, pero haciendo acopio del lenguaje avanzado que caracterizó su música en los sesenta. La Conjunta arrancó de forma imprecisa y atolondrada, pero poco a poco se fue haciendo con la atmósfera y el espíritu de la pieza, logrando una lectura disciplinada e incluso brillante en algunas secciones. Muy sensible resultó la recreación del popular y precisamente emblemático Amazing Grace, que el autor incorporó a la partitura tras comprobar que sus constantes armónicas coincidían con las que él había diseñado para los pasajes más relajados de la espectacular pieza.
La obra del británico Mike Mower, clarinetista, teclista, saxofonista, bajista, pero fundamentalmente flautista, nos lleva a una estética muy diferente pero una época similar, los sesenta del siglo pasado. Aunque se trata de una composición de 2004, sus formas, su manera de afrontar contrapunto y armonía nos retrotraen a estilos identificados con la sofisticación, por ejemplo, de una comedia romántica estadounidense, al estilo de un Mancini o un Hefti, con incorporación de ritmos latinos tan del gusto de la época, como la bossa nova, el mambo e incluso un breve pasaje de rock. Todo un reto para la orquesta, que acompañó primorosamente a una sorprendente Aurora Reguera, sensacional a la flauta como acertada en su concepción de la música como arte total que requiere también una puesta en escena estudiada y tan singular como lo fue la suya, además de atrevida y desprejuiciada, traducido en su ritmo danzante y su espectacular indumentaria influida por la estética del cómic y el cine fantástico. En lo técnico, la joven flautista derrocha talento y habilidad, con ornamentaciones extremadamente complicadas, y un sonido depurado que en cierto modo nos recordó al de James Galway, no en vano colaborador de Mower en un par de trabajos discográficos. A destacar también el magnífico trabajo del conjunto de percusión, batería incluida.
La segunda parte, mucho más seria y exigente para el oyente, estuvo monopolizada por la pieza de Sofiya Gubaidúlina Stunde der Seele, algo así como La hora del alma. La música de esta importante compositora rusa afincada en Alemania, que falleció hace apenas un par de meses, sonó casualmente hace sólo unas semanas en los atriles de la ROSS, y volvió ahora con fuerza y rotundidad en los de esta joven y admirable orquesta. Buena parte de la obra recorre todo tipo de sonoridades y efectos que llegan a provocar un profundo desasosiego en el oyente, siempre que sus intérpretes estén a la altura para comunicar esta sensación de ansiedad, como fue el caso. Hacia el final se incorpora la voz de una mezzo, en este caso soprano, para cantar en estilo declamatorio los textos, oscuros y misteriosos, de Marina Tsvetaeva, tan poco afín al régimen stalinista, lo que se demustra en su tono pesimista. La muy querida entre nosotros Cristina Bayón abandonó para la ocasión su afinidad con el repertorio barroco para sumergirse en una vorágine llena de fuerza y expresividad, buscando los registros más graves de su tesitura. Juntos, orquesta, director y voz, lograron una interpretación bastante depurada y acertada de esta sintomática pieza que, como todas las del programa, se concibió directamente para la formación elegida, sin transcripciones ni adaptaciones de ningún tipo.
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