Si
no fuera porque esta coproducción se ha podido ver y escuchar ya en las sedes
de los otros teatros asociados, Tenerife, Oviedo y Bolonia, diríamos que su
escenógrafo se podría haber inspirado en
el antiguo mercado sevillano de la Puerta de la Carne para crear el espacio
en el que desarrollar la historia, con esa mezcla de edificio industrial
abandonado con toques de decoración art propia de los años treinta en los que
la directora escénica Silvia Paoli
ha decidido ambientar este drama maquiavélico.
Una
puesta en escena poco acertada
De
nuevo asoma la ambición desmedida de un
regista, en este caso una, para imponerse al verdadero brillo y talento de
la música, aunque esta vez hemos de reconocer que por poco que nos hayan gustado sus soluciones formales, estéticas y
psicológicas, pareció seguir el drama musical con cierto respeto. Lucrecia
Borgia representó durante mucho tiempo el icono de mujer vengativa y despiadada, una forma que el hombre siempre ha
tenido de ensombrecer y marginar a la mujer, y que tiene su máxima
representación en la figura de las brujas, todavía hoy vigente.
Paoli
ha preferido, en lugar de respetar la
época y osar ahí mismo cambiar el mito y hacerle justicia, trasladar la
época al período de entre guerras dominado por Mussolini, lo que en principio
no resulta descabellado, dado el ambiente
malsano de crueldad y depravación que comparte con la Italia de los Borgia,
despiadada familia de papas con origen valenciano. En ese contexto Paoli se
empeña en hacer todo un muestrario de
humillaciones de la mujer, desde las prostitutas del prólogo, pasando por
las masacradas protagonistas de una snuff
movie del primer acto, hasta las mujeres florero del segundo, víctimas de
la moda, convertidas en réplicas de Jean Harlow como Billy Wilder hizo en la
fiesta de El mayor y la menor, donde
todas las adolescentes lucían como Veronica Lake.
Como
puede observarse, todo estaba ya
inventado antes de que Paoli llegara con sus ocurrencias, algunas de las
cuales desviaron nuestra atención de lo que verdaderamente importa, la música,
algo que nunca se debe hacer. El
colmo fueron las gracietas que tuvieron
que hacer los integrantes del coro, destinadas a ridiculizar con brocha
gorda al ejército fascista, como la sesión de gimnasia o el baile a lo musical
de Broadway, todo resuelto con ausencia
total de gracia y buen gusto.
Afortunadamente
hubo calidad en lo musical
En
lo estrictamente musical hubo mucha más
dignidad y acierto. La soprano letona Marina
Rebeka debutó aquí en el papel principal, después de una fulgurante carrera
que le ha paseado por los mejores escenarios del mundo. Y demostró desde los
primeros acordes tener dominado el papel, acomodando
sin aparente esfuerzo su voz y su estilo a lo demandado por el complejo papel,
tanto en lo dramático como en lo canoro. El suyo sí fue un trabajo delicado y
cargado de buen gusto y elegancia. No hacía falta rodearla de lobos, otra
ocurrencia ridícula, primero como niña convertida en Caperucita Roja, para que
ella sola, con su actuación y canto, mostrara una Lucrecia atormentada y sensible, con una fuerte carga
sentimental volcada hacia su hijo ilegítimo y presunto fruto del incesto,
Gennaro.
También
convenció sobradamente el bajo polaco Krzysztof
Baczyk como Don Alfonso. Su voz
profunda y perfectamente colocada logró momentos estelares como Viva! Evviva!, mientras la mezzo Teresa Iervolino conjugó fuerza y expresividad
como un Orsini impecable, con una amplia
tesitura al servicio de, por ejemplo, un Segretto per esser felice de amplio registro y holgada coloratura.
Juntos, Iervolino y Kim lograron entonar un Onde
a lei ti mostri grato de gran calado
y considerable proyección. Cuatro principales de gran calidad, respaldados
con dignidad por el resto del elenco, particularmente los tenores Jorge Franco y Moisés Marín, éste
obligado a hacer el payaso en escena, y el bajo Matías Moncada.
En
el foso, el veterano Maurizio Benini se
desenvolvió como cabía esperar, con soltura y dominio de la partitura y la
gramática donizettiana. Acompañó las voces con respeto, acomodándose a las
diferentes tesituras, y logrando que la predecible
orquestación brillara con categoría, sonoridades singulares y largas
figuraciones, dejando al conjunto orquestal supeditado a la expresividad y el virtuosismo de las voces. Menos
resuelto estuvo en esta ocasión el coro, que sonó algo descompasado y
destemplado en el prólogo, si bien más tarde potenció el trabajo de los cantantes, especialmente el septeto de
militares del segundo acto. Lástima que este buen trabajo musical no tuviera
parangón en una puesta en escena
caprichosa y desventurada, bajo una dirección escénica tan esquemática como
otras muchas producciones que no aciertan en el trabajo puramente dramático.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía



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