jueves, 27 de agosto de 2020

TENET El jeroglífico invertido

Reino Unido-USA 2020 150 min.
Guion y dirección Christopher Nolan Fotografía Hoyte van Hoytema Música Ludwig Göransson Intérpretes John David Washington, Robert Pattinson, Elizabeth Debicki, Kenneth Branagh, Dimple Kapadia, Aaron Taylor-Johnson, Michael Caine, Clémence Poésy, Martin Donovan, Himesh Patel, Andrew Howard, Yuri Kolokolmikov, Fiona Douriff, Wes Chatham, Anthony Molinari Estreno en España y Reino Unido 26 agosto 2020; en Estados Unidos 3 septiembre 2020

Decíamos a propósito del estreno de Memento que era tal su originalidad y tan evidente su novedad que su director, un entonces desconocido Christopher Nolan, difícilmente podía cimentar una carrera sólida sobre tales presupuestos. Y nos equivocamos. Si algo ha hecho Nolan a lo largo de estos veinte años y diez películas es no dejar de sorprender, recurrir siempre al más difícil todavía y contar fábulas con mensaje haciendo gala de un ingenio físico y arquitectónico sin precedentes en la historia del cine. Lo suyo es hacer magia, como bien dejaba claro en el homenaje al talento prestidigitador que supuso El truco final (The Prestige), y como nadie sabe dejar la boca bien abierta. Es cierto que algunos nunca nos hemos confesado especialmente proclives a celebrar las veleidades del realizador británico, al que hemos encontrado frecuentemente arrogante y pretencioso, pero con Tenet ha llegado la hora de rendirnos definitivamente a sus pies y reconocer su ilimitado talento, aunque solo sea para contar historias sencillas a partir de puestas en escena tan complejas como ininteligibles y sofisticadas.

En Tenet el protagonista, que así se llama también su personaje quizás como alegoría de la ilusión que al fin y al cabo representa nuestro papel en la Tierra y la vida, un John David Washington al que vimos en Infiltrado en el KKKlan de Spike Lee, es un espía, y ya es un acierto que sea negro en una películas no de negros, que con inestimable ayuda de colegas y colaterales debe salvar al Mundo de la devastación al que quiere someterlo el villano ruso de turno, un Kenneth Branagh que borda su papel con acentos y ademanes dignos de un experto en Shakespeare. Una trama como se ve muy sencilla pero que en manos de Nolan, que suscribe también su complicadísimo y enrevesado guion, se convierte en pieza de ingenio y artesanía con capacidad para convencer aun sin entenderla. Y es que aunque seamos incapaces de encajar todas las piezas del puzzle en un primer visionado, y me temo que tampoco en sucesivos, tenemos la ligera sospecha de que su artífice se ha empapado bien a fondo de estudios físicos como para hacer plausible su aparentemente disparatada historia. Y todo para lanzar el mensaje de que quizás todo lo que nos rodea y nuestras propias experiencias no sean más que una ilusión, o al menos producto de la relatividad con la que lo enfocamos. Para ello se vale de un avance futurista según el cual podremos retroceder en nuestras vidas tanto como avanzar, lo que provoca un nuevo tipo de viajes en el tiempo, actuando invertidos, en retroceso. Argumento y mensaje, así servidos con tanto alarde científico, sirven para poner en marcha un deslumbrante espectáculo pirotécnico en el que sonido e imagen funcionan para dejarnos perplejos y hacernos sentir una inquietante, perturbadora y continua sensación de agobio y opresión, mientras este particular James Bond negro y americano, que no actúa solo y da sentido al trabajo en equipo, mantiene a su modo las constantes estructurales de las historias de Ian Fleming, incluidas múltiples y a menudo exóticas localizaciones y una heroína a la que por fin no es necesario seducir sexualmente.

Como su título, toda la película es un lujoso y sofisticado palíndromo en el que a poco que nos despistemos lograremos avanzar lo que va a ocurrir en la segunda mitad tras haber disfrutado de la primera, con secuencias prodigiosas donde el avance se da la mano con el retroceso en un encuentro posiblemente fatal, un presente tan relativo como nuestra apreciación de la realidad, lo que da mucho que pensar y reflexionar, tanto como Origen era una metáfora sobre la imposibilidad de desterrar de nuestra mente una obsesión o Interstellar un ensayo sobre la posibilidad de que nosotros seamos a la vez terrícolas y extraterrestres. Y de nuevo un fascinante coqueteo con el factor tiempo, como ya lo fuera Dunkerque, donde un momento crucial de la Segunda Guerra Mundial era narrado desde tres frentes temporales distintos y mezclados, un día, una hora, una semana. Al final también los resistentes tenemos que quitarnos el sombrero ante este mago indiscutible del cine, que partiendo de los más rudimentarios y clásicos trucos de Meliés o Chaplin ha sabido conjugar un nuevo concepto de la ilusión y la reflexión, con acabados tan impecables como el que ofrece esta película. Imprescindible disfrutarla en salas equipadas con los mayores avances tecnológicos posibles.

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