martes, 4 de diciembre de 2018

LEO DE MARÍA, UN PIANISTA EXCELENTE Y SIN COMPLEJOS

Ciclo Jóvenes Intérpretes. Leo de María, piano. Programa: Humoreske Op. 20, de Schumann; Vals de Fausto, de Liszt-Gounod; El amor y la muerte (Goyescas), de Granados; La Valse, de Ravel. Sala Manuel García del Teatro de la Maestranza, lunes 3 de diciembre de 2018

Suele ocurrir que los artistas invitados por el Maestranza en este ciclo de Jóvenes Intérpretes, que por fin esta temporada vuelve a programar tres conciertos en lugar de dos como venía siendo habitual en los últimos años, preparen su presentación a conciencia, con mucha dedicación y seguro que un buen número de ensayos, hasta el punto de que se traen las partituras aprendidas de memoria. Así ha sucedido con Leo de María, madrileño de origen cubano, que a juzgar por la página web del teatro y el programa de mano ha cambiado su nombre artístico en apenas unos días, de Leonel Morales Herrera a Leo de María, seguramente para prescindir del segundo apellido sin tener que confundirse con su padre, también maestro pianista, o el futbolista boliviano. Sucede además que hay menos público interesado en estos intérpretes aún desconocidos; una lástima porque pierden el enorme placer del descubrimiento y la frescura.

Si además coincide con un período de mucha actividad en el Maestranza, el resultado es un aforo tan desangelado como el de esta ocasión. Eso no pareció afectar al rendimiento del pianista, que con un amplio currículo a sus espaldas se mostró como un fuera de serie, entregándose en cuerpo y alma a un exigente y complicado programa diseñado para demostrar sus virtudes en lo técnico y en lo expresivo, que no fueron pocas. Decidió desgranar el programa en sentido estrictamente cronológico, empezando con la suite Humoreske de Schumann, toda una sucesión de emociones, a veces contrapuestas, en la que el compositor exhibe su frustración ante la negativa de Friedrich Wieck de concederle la mano de su hija Clara, y con la que de María se mostró tan afectuoso, por ejemplo en la hermosa melodía de arranque, como vertiginoso en sus continuas escalas y figuraciones, alternando vivacidad e impetuosidad con lirismo y sensibilidad, y un uso controlado de pedales y suspensiones. El habitual torrente de notas que suelen caracterizar las piezas pianísticas de Liszt se saldó con una versión muy competente, apasionada y dramática del Vals del Fausto de Gounod que Liszt adaptó a partir del final del primer acto y la escena de amor del segundo de la ópera homónima.

Tras una emotiva y atmosférica interpretación del dilatado cuadro goyesco El amor y la muerte de Granados, destilando expresividad y mostrándose muy ensimismado, llegó al final con un sensacional La Valse de Ravel que salvó con una apoteósica grandeza y una digitación precisa y transparente, y en la que supo combinar suntuosidad y grandeza con misterio y decadencia, mostrándose tanto torrencial como sensual y seductor y superando así el fatigoso reto que esta página y todo lo anterior supone. En las propinas incluyó una colorista y muy en estilo Malagueña de Lecuona.

Artículo publicado en El Correo de Andalucía

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