lunes, 11 de julio de 2011

MESSIAEN EN EL REAL: UN ACONTECIMIENTO DE LOS QUE MARCAN ÉPOCA

Olivier Messiaen: Saint François d'Assise


Sylvain Cambreling, dirección musical. Emilia e Ilya Kabakov, instalación. Giuseppe Frigeni, dirección escénica. Intérpretes: Camilla Tilling, Vincent Le Texier, Michael König, Wiard Witholt, Tom Randle, Gerhard Siegel. SWR Sinfonieorchester Baden-Baden - Freiburg. Coro Intermezzo. Coro de la Generalitat Valenciana. Teatro Real en la Arena de Madrid, domingo 10 de julio de 2011

Mucho se le ha reprochado a Gerard Mortier haber modernizado en exceso y a su capricho el repertorio del principal coliseo lírico de España. "Devuélvenos la ópera, sinvergüenza" pudo oírse a más de un aficionado durante la representación de El Rey Roger de Szymanowski el pasado abril. Y sin embargo nunca le estaremos lo suficientemente agradecidos por habernos abierto el puente que existe entre la ópera tradicional y clásica y todas las posibilidades que a partir de sus raíces y postulados ofrece este título imprescindible de la música contemporánea para la renovación necesaria e inevitable del género. Porque la música de Messiaen es Wagner y es Mozart y es Debussy, y es fundamentalmente Messiaen, e influye indefectiblemente en los maestros escénicos de la modernidad, los compositores de cine. Porque Messiaen suena en Viva Zapata!, Espartaco, la partitura rechazada de 2001 y Cleopatra de Alex North, y en El planeta de los simios de Jerry Goldsmith, y a su vez el genio francés toma prestados acordes de esta obra maestra de las bandas sonoras en su única ópera.

Todo eso nos lo ha traído, de la mano de su cómplice sentimental y profesional Sylvain Cambreling, posiblemente no el mayor especialista en la música de Messiaen, pero sí el único que ha grabado su integral. Casi veintiocho años después de su estreno en París, cuando el propio Mortier protagonizaba también el escenario musical francés y belga, por fin hemos podido disfrutar en directo, y con un espectáculo digno, para algunos incluso sublime, de esta obra magna, de este canto a la espiritualidad y a la música como lenguaje para transmitirla. No me interesa el tema elegido por el autor de la Turangalila, ni su misticismo ni su mensaje berlanguiano (¡ponga un leproso en su vida!), pero me fascina el embalaje, su música. Muy especialmente todo el tercer acto, sobrecogedor, maravilloso, en el uso de los coros, de esa fastuosa y cromática hasta el paroxismo orquestación. Todo es intencionado, nada casual, como el continuo canto de los pájaros en su obra, unas veces al piano, otras, como en esta ocasión, al xilófono, el uso extraordinario de las ondas martenot, un instrumento muy poco aprovechado en composición salvo, y otra vez el cine, por el estupendo Elmer Bernstein y sus bandas sonoras de los 80 y 90.

Por todo eso y por el mastodóntico montaje, que obligó a trasladar el Real a la Arena de Madrid, sin llenos absolutos pero con cientos de amantes de la buena música dándose la enhorabuena por recibir este impagable regalo, la de la primera quincena de julio de este año ha sido una etapa memorable de la historia reciente de la lírica en nuestro país, y más concretamente en la capital. Cierto que la fastuosa cúpula en la que prácticamente consiste toda la escenografía de esta ópera-espectáculo, a modo de túnel entre el Hombre y su Más Allá, catalizador cromático de los estados de ánimo del protagonista, podría haber sido más pequeña, y desde luego más abierta, en orden a que un mayor número de espectadores pudieran disfrutar sus continuos y preciosos cambios de color, ya que sólo quienes estuvieran muy centrados podían verla en su totalidad. Pero ganamos en acústica, en libre disposición de la orquesta (más de ciento veinte maestros) y coro (casi ciento cincuenta) y en un sugerente ir y venir de los actores-cantantes por pasarelas que recorrían incluso las gradas de este sofisticado polideportivo.

El magnífico Ángel de Camilla Tilling
Cambreling demostró que sabía lo que se traía entre manos, y si bien podía haber extraído del numeroso elenco de instrumentistas un mayor número de detalles y matices, no cabe negarle que hizo un trabajo sobresaliente, manejando la Sinfónica de la Radio de Baden Baden con aplomo y maestría, y haciéndoles sonar brillantemente. Otro tanto cabe decir del majestuoso coro, la convincente y estremecedora voz de Cristo, cuyo mejor momento de lucimiento, en el tercer acto, supieron aprovechar de forma extraordinaria. En cuanto a las voces, el nivel fue digno, diría incluso que más bien discreto, con una salvedad, la extraordinaria voz del Ángel, la joven soprano sueca Camilla Tilling, de timbre hermoso y técnica sumamente natural, que modulaba a su antojo, sin dificultad alguna ni siquiera en proyección, daba igual en qué punto del escenario o fuera de él se desenvolviese. Por debajo el barítono Vincent Le Texier en el papel central, demasiado monótono, sin apenas matices, de agudos forzados e incluso en algún momento estrangulados; y tampoco el joven holandés Wiard Witholt como el Hermano León logró entusiasmar, merced a una voz pequeña y con poca proyección. Mejor estuvieron, en timbre, proyección y modulación, los tenores Tom Randle como Hermano Macías y Michael König como leproso. Y en este punto debemos destacar también la excelente flexibilidad del bailarín Jesús Caramés, en una solución escénica de notable ingenio, personificando el alma enferma que ha de ser estirpada, incluso la de quienes insisten en atender sólo a la música que se detiene a finales del XIX y principios del XX, que todavía quedan muchos, y algunos ejerciendo una peligrosa influencia popular.

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