martes, 19 de marzo de 2013

ANNA KARENINA Heroína romántica reducida a artificio epidérmico

Reino Unido 2012 130 min.
Dirección Joe Wright Guión Tom Stoppard, según la novela de León Tolstói Fotografía Seamus McGarvey Música Dario Marianelli Intérpretes Keira Knightley, Jude Law, Aaron Taylor-Johnson, Nelly Macdonald, Matthew Macfayden, Olivia Williams, Alicia Vikander, Domhnall Gleeson, Michelle Dockery, Emily Watson
Estreno en España 15 marzo 2013

El director de Orgullo y prejuicio, Expiación, El solista y Hanna vuelve a contar con su musa, Keira Knightley, para dar vida a una nueva versión de Anna Karenina. Antes la heroína dramática de la Rusia de los zares fue interpretada por Sophie Marceau (Bernard Rose 1997), Jacqueline Bisset (para la televisión en 1985), Maya Plisetskaya (para la versión filmada en 1976 del Ballet Bolshoi), Vivien Leigh (Julián Duvivier 1948) y por encima de todas ellas por la Divina, Greta Garbo (Clarence Brown 1935) en uno de sus papeles más emblemáticos. Haber contado con el célebre dramaturgo Tom Stoppard para esta nueva adaptación y ambientarla en su totalidad en un decadente teatro, sus bambalinas y salones, con breves incursiones en el exterior justificadas por ingeniosos cambios de tramoya y escenario, hace pensar en un primer momento que se trate más de teatro filmado que de cine. En breve descubrimos que esas soluciones estéticas no convierten al producto en tal cosa, y que su lenguaje puramente cinematográfico se mantiene tan intacto como si hubieran regresado a Madrid para con ayuda de la dirección artística convertir sus calles en las de Moscú. Está claro que lo del teatro es una metáfora descarada sobre la hipocresía, la puesta en escena de una clase social caduca y decadente en un escenario apolillado y carcomido, aunque mantengan un vestuario tan excelso como para haberle valido a su responsable, Jacqueline Durran, un premio de la Academia. Tal exhuberancia en decorados y vestuario, esa irrealidad escénica en la que se ambientan los trágicos amores de la desdichada aristócrata, y sus bailes (alguna que otra ridícula coreografía para escenificar un simple vals de salón) nos transporta por momentos al cine de Baz Luhrman. Toda esta parafernalia estética provoca que se descuiden los aspectos puramente narrativos de la función, arrastrándose con ello el potencial emocional de esta tragedia universal e imperecedera. El entretenimiento está asegurado con su suntuosidad, sus atractivos protagonistas y su esplendorosa banda sonora, una vez más obra del compositor italoamericano Dario Marianelli, cuyas colaboraciones con el director británico le han reportado un Oscar (por Expiación) y dos nominaciones (por Orgullo y prejuicio y ésta, cerrándose así el triángulo Wright-Knightley-Marianelli). Pero el problema de su falta de emoción no sólo está en esa obsesión estética y caprichoso montaje, sino también en la interpretación de una Knightley que aunque menos afectada que en otras ocasiones, no logra escarbar en su personaje el grado de intensidad que exige, quedándose, como casi toda la propuesta del film, en mero artificio epidérmico.

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