Sólo
el postureo, poder decir que se ha
visto y escuchado a la Argerich, podría justificarlo, y eso resulta bastante triste y miserable. Al fin y
al cabo, el programa seguía siendo el mismo, precioso aunque recurrente, y la
presencia de Charles Dutoit al frente de
nuestra sinfónica debía merecer toda nuestra atención e ilusión. La ROSS
necesita de vez en cuando que grandes nombres la dirijan. Las temporadas de
abono se nutren de muy buenas batutas, pero la orquesta necesita para su proyección y para descubrir un
mayor potencial, aquellos grandes nombres que con iniciativas como ésta
puedan ir situándola en estadios de mayor calado y categoría.
La
desbandada de ayer fue un insulto a la
orquesta, al teatro y a un director tan ilustre, afamado y legendario como
Charles Dutoit, no digamos al estupendo pianista que sustituyó a la Argerich, y
que gracias al merecidísimo largo
aplauso que recibió del público asistente, podrá cosechar un buen recuerdo
de esta ciudad, a veces tan ingrata como para incumplir sus obligaciones con la
cultura, evidenciando de paso su ignorancia.
Control
y dominio raveliano
Charles
Dutoit respetó la disposición habitual de los y las integrantes de la orquesta.
Tras una efusiva, delirante y divertida
obertura de Berlioz extraída de pasajes de su ópera Benvenuto Cellini, bajo el título de El carnaval romano, en la que Dutoit evidenció su buena forma y propensión a sacar músculo y lograr un
sonido compacto y matizado de la orquesta, llegó el turno del generoso pianista
también francés.
En
el adagio, Bavouzet defendió su larga
introducción con sensibilidad y muy buen
gusto, sin resultar empalagoso, a lo que el corno inglés de Sarah Bishop se
adhirió con una capacidad poética
indiscutible. Atento a cada cambio de registro, el pianista francés sacó brillo
de cada nota de esta preciosa y
evocadora página musical. El presto
final fue un dechado de fuerza, energía y efusividad, que Duotit manejó con
maestría y sentido dinámico, a lo que la orquesta respondió con marcados
acentos y ese sonido de la cuerda grave
tan característico que tanta personalidad le otorga. En la propina,
Bavouzet interpretó un Preludio en la
menor seguido de la tocata de Le tombeau de Couperin en la que dejó
constancia de su vertiginoso virtuosismo
y fuego interno.
Una Sinfonía del nuevo mundo en modo narrativo
Tanto
el concierto de Ravel como esta Sinfonía nº
9 de Dvorák son piezas muy
difundidas y frecuentemente interpretadas. Pero son tan maravillosas que se
podrían escuchar en bucle sin cansarse. Nuestra orquesta no es la excepción, y
la del nuevo mundo la ha interpretado
infinidad de veces. Lo sorprendente es que todavía
se puedan descubrir nuevas cosas merced a una interpretación tan matizada y
lujuriosa como la que nos brindó Dutoit al frente de una muy estimulada Real
Orquesta Sinfónica de Sevilla.
Con
unos metales que, a excepción de alguna breve entrada en falso, resultaron épicos y refulgentes, todo el recorrido
por la sinfonía de Dvorák resultó una fiesta para los sentidos, que comprobaron
no sólo la grandeza de su literatura estrictamente musical sino también su particular narrativa, de forma que
en las manos expertas de Dutoit cada
movimiento parecía contarnos una historia, como si lograra extraer de la
música un significado intrínseco, una fuerza interior que alimentara nuestros
instintos. Algo que el director logra dirigiéndose
a los y las intérpretes de forma directa, como si hablara con ellos y
ellas, mirándoles fijamente y exigiéndoles ese máximo rendimiento con el que nos regalaron una página inolvidable
e irrepetible de su orgullosa carrera.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía



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