Foto: Luis Ollero |
Un año después de la grata sorpresa que para nosotros supuso la reposición de La corte de Faraón por esta misma compañía sevillana, y cinco después del estreno de El Trust de los Tenorios que ahora nos ocupa, no nos queda más remedio que afrontar una pequeña decepción frente al montaje visto y oído ayer tarde en el Espacio Turina. Vaya por delante, por supuesto, nuestra admiración por el esfuerzo de una compañía que a lo largo de más de quince años viene demostrando un cariño y una dedicación por reflotar en la ciudad un género al que nadie hasta ahora en las últimas décadas había profesado tal querencia, y menos para dotarle de una temporada estable. Y vaya también por delante también la pasión con la que su productor ejecutivo y principal valedor, Javier Sánchez-Rivas, ejerce no sólo de artífice y actor cómico sino de impagable relaciones públicas sin cuyo tesón y absoluta confianza en el proyecto, éste podría haberse venido abajo. Todo lo contrario, hoy la Compañía Sevillana de Zarzuela cuenta con una buena nómina de abonadas y abonados, y afianza su buena salud con llenos absolutos como los que disfrutaron las tres funciones que realizaron este fin de semana de este título tan representativo del cambio de rumbo que tuvo que dar el género español para adaptarse a las nuevas sensibilidades del siglo XX.
Sea porque las responsabilidades de cada uno y una de las integrantes de la compañía, ajenas a ella misma, les resta tiempo para ofrecerle una mayor dedicación, o quizás porque el cansancio tras una primera representación el sábado por la tarde hiciera mella, lo cierto es que hubo numerosas imperfecciones en la de la noche y última de este primer título de la temporada, con la que también arrancó finalmente otra prometedora temporada del Espacio Turina. Faltó una mayor sincronía y organización en los números de baile de conjunto, seña de identidad fundamental de esa transición de la zarzuela a la revista que representa esta pieza del autor de La canción del olvido o La Dolorosa. Pecó nuestro querido Sánchez-Rivas de exceso y desmadre en su actuación como Manuel Cabrera, el presidente del club que lucha por que su esposa no le sea infiel a manos de Pedro Saboya, a quien Amando Martín dio vida con cierta desgana, en modo autómata. Y finalmente, no se trata éste de un trabajo muy distinguido, apenas destacan en él un par de números cantados y algún interludio orquestal, que Elena Martín condujo una vez más con maestría y responsabilidad, mientras la veintena de jóvenes que integran la orquesta defendió la partitura con solvencia y a ratos brillantez, a pesar de la estrechez a la que les obliga un espacio no preparado para estos menesteres, y la siempre compleja aportación de los metales.
Es ahí donde quizás también radique la decepción de este montaje, por cuanto a pesar de las evidentes bondades del teatro de la calle Laraña, su escenario no permite montajes de cierta envergadura, y una revista lo es. Sin fondo ni relieve, todas las escenas quedan encorsetadas. Recuperar como teatro el antiguo Cine Imperial o reabrir el Lope de Vega podría paliar estos inconvenientes, por mucho que la compañía pueda sentirse muy cómoda ante el indudable magnífico trato que les dispensarán los responsables y plantilla del Espacio Turina. No ayuda tampoco un libreto disparatado y mal hilvanado, al que se van plegando unos números musicales que no hacen avanzar la dramaturgia sino simplemente adornarla. Ahí entra la agilidad con la que se fueron cambiando los decorados y vestuario de la compañía, si bien los años treinta o cuarenta del primer acto no casan con los veinte del París del segundo, para el que se reutilizó el fondo pintado que la compañía estrenó en Bohemios la temporada pasada. Un problema que no sufrieron el tercer y cuarto acto, ambientados en Venecia y la India respectivamente, y para los que el vestuario no tiene época, disfraces de carnaval para la ciudad italiana, vestidos exóticos para oriente. En ambos se reutilizaron los fondos pintados que ya funcionaron en el estreno de 2019.