Sólo un día después de
interpretar el Réquiem de Verdi en el
Palacio Carlos V de Granada, en condiciones atmosféricas muy distintas a las de
la climatización del Maestranza, las
voces ni siquiera se hicieron eco del posible desgaste, sobre todo teniendo
en cuenta la generosa intervención que cada solista tiene a lo largo de esta mastodóntica y solemne obra nacida al
amparo de dos homenajes, a Rossini y a Manzoni, el autor de I promessi sposi, con quien Verdi
compartía tantos ideales de justicia, unidad y libertad.
No es, a pesar de la
burlona comparación de Hans Von Bülow con una ópera vestida religiosamente, una pieza dramática lírica más del
repertorio del insigne operista. Tiene un carácter y una enjundia independiente,
con el particular estilo de su autor, patente tanto en el emocionante uso de
los coros como en los rutilantes solos,
dúos y conjuntos vocales en los que la melodía fluye de forma tan patente como
fascinante.
Una batuta muy
comprometida
Aún siendo inglés, Harding no hizo gala de la típica flema
británica, nada apático ni estoico, sino pura emoción, fuego y compromiso con el drama en toda su
extensión, patente tanto en el trabajo con la orquesta como con las voces,
en particular las solistas. Violines enfrentados, cuerda grave detrás, timbales
y bombo a un lado y maderas compartiendo piso con metales, algunos desperdigados por la sala para causar el mayor efecto e impacto
en el imponente Tuba mirum.
Un cuarteto
solista de lujo
Giorgi Manoshvili logró conjugar con una voz profunda y perfectamente
colocada, fluida y muy bien entonada, autoridad con ternura, logrando en algunos momentos un efecto
balsámico, pocas veces amenazante o instigador. Francesco Demuro, a quien hace poco vimos y escuchamos en Maria Padilla, y hace un par de años en Norma, acusó al principio cierto
engolamiento, tiranteces y su voz perdió
brillo en algunos pasajes, quizás por efecto de ese cambio de condiciones
entre Granada y Sevilla y lo seguido de las dos representaciones. Pero su voz
acusó ese toque eminentemente verdiano
que la partitura demanda, en expresividad, timbre y postura estética.
Teresa Romano es una mezzo de voz rica en armónicos, que logró
llevar el liderazgo durante gran parte de la obra, con autoridad, mucha fuerza y una seguridad inusitada, ya desde el Kyrie inicial, con peajes en secciones
como el Recordare, donde logró
estremecernos en su dúo con la joven soprano Federica Lombardi. Ésta, con intervenciones más breves a lo largo
de la pieza, hasta que en el extenso Libera
me final adopta el protagonismo absoluto, posee una bellísima voz, capaz de
rutilantes agudos e inflexiones dotadas
de una naturalidad exquisita, además de una rotunda expresividad, como
demostró en sus plegarias del último movimiento.
Juntas, las cuatro
voces alcanzaron momentos de una belleza sublime en el Lacrymosa y el Offertorio,
dos de los movimientos más estremecedores de la partitura. Siempre con la ayuda
de un coro en estado de gracia, magníficamente
comandado por Andrea Secchi, imponente en el recurrente Dies Irae, susurrante en el arranque del
Kyrie, y siempre maravilloso. Todo al
servicio de una inmejorable clausura de
temporada, la que nos ha devuelto la ilusión en nuestro querido teatro.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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