8º concierto del Ciclo de música de cámara de la ROSS. Vladimir Dmitrienco y Jill Renshaw, violines. Jerome Ireland y Carlos Delgado Antequera, violas. Nonna Natsvlishvili, violonchelo. Lucian Ciorata, contrabajo. Programa: Quinteto en Do mayor Op. 163 D.956, de Schubert; Sexteto nº 2 en Sol mayor Op. 36, de Brahms. Espacio Turina, domingo 9 de mayo de 2021
Hemos renegado durante mucho tiempo de que en Sevilla prácticamente solo tuviésemos acceso a la música de cámara a través del ciclo que desde hace tres décadas le brinda la Real Orquesta Sinfónica. Problemas mayormente de presupuesto impidieron durante los últimos y muchos años que recalaran con más asiduidad en nuestra ciudad los grandes conjuntos y solistas del género. Sin embargo durante esta insólita época de pandemia y confinamiento hemos llegado a apreciar en su justa y meritoria medida la labor realizada por los maestros y maestras del conjunto sinfónico, y valorar el privilegio que para nosotros y nosotras supone contar con tan alto nivel de excelencia técnica y expresiva, una vez más puesta de manifiesto en este octavo concierto de la temporada. Una entrega que sirvió además para conjugar muchas emociones, especialmente el tan esperado levantamiento del estado de alarma, eso que nos devuelve la libertad que algunos reivindicaron recientemente con los mismos criterios partidistas con los que hoy critican la decisión del gobierno. Una libertad que a la vista de las primeras reacciones, sobre todo del sector más joven de la población, no parece se vaya a saber manejar con la responsabilidad que la situación demanda. No es el caso de estos calculadísimos encuentros culturales en los que la seguridad y el sentido común priman sobre cualquier otra consideración. Eso sí es libertad aplicada con buen criterio e inmejorable razonamiento.
En ese contexto seis excelentes músicos de la ROSS elevaron a la altura de la excelencia dos grandes obras maestras del romanticismo, el segundo Sexteto de Brahms y el Quinteto de Schubert, invirtiendo con buen juicio el orden originalmente previsto. Teniendo en cuenta que el Quinteto de Schubert supone una primitiva aproximación al espíritu romántico decimonónico, compuesto en 1828, el mismo año de su fallecimiento, y que inspiró como Beethoven y Haydn el trabajo de Brahms, este sería el orden perfecto. Además se trazaba así una narrativa muy acorde a los tiempos que vivimos, con esa profunda reflexión schubertiana a las puertas de la muerte convertida en desenfadada literatura en manos de Brahms, como esa recurrente luz al final del túnel que empezamos a ver pero que no podrá evitar que acabemos acariciando la figura de la guadaña, como acaba de hacer Caballero Bonald o hizo Ennio Morricone hace casi un año, dejando la esperanza de la vida tras la muerte con su legado, que en el caso del segundo se tradujo en un sentido homenaje en forma de propina. De su interminable catálogo Nonna Natsvishvili interpretó arropada por sus colegas el tema principal de La Califa, película que protagonizó Romy Schneider en 1970, y que también sirvió para celebrar el cumpleaños de la violonchelista de la ROSS. Como decía, muchas emociones en escena.
Reflexiones sobre la muerte y la vida
El
Quinteto de Schubert es una
obra grandiosa y profunda en todos los sentidos. Ofrecida con el
contrabajo sustituyendo al segundo violonchelo, gracias a una cuidada transcripción de Lucian Ciorata, la pieza cobró aún más relieve, cuerpo y significación. Eso no impidió que Dmitrienco tomara las riendas de la obra y protagonizara un primer movimiento que
empezó crispado y continuó haciendo gala de un mayor lirismo y contención sonora. El reforzamiento de los graves potenció también ese ensanchamiento casi sinfónico que caracteriza la pieza, aumentando su suntuosidad, lirismo y vivacidad. De un amplio aliento sinfónico y un acertado desarrollo basado en la yuxtaposición de planos sonoros en el
allegro inicial, el conjunto pasó a un
más desesperado y fantasmal que melancólico y conmovedor adagio, tal como seguramente debió entenderlo Woody Allen a la hora de elegirlo para ilustrar el carácter atormentado del asesino al que daba vida Martin Landau en la excelente
Delitos y faltas. Más desprejuiciado, poniendo el acento en el colorido y la fogosidad, resultó el scherzo, con un
gran contraste entre la exuberancia de los extremos y la misteriosa contención del trío central. Y decididamente desenfadado el final vigoroso de espíritu zíngaro que cierra la obra, donde primó el ritmo frenético y un espíritu ingenuo, amable y popular. Una variedad de
posibilidades y sensibilidades que el conjunto supo captar a la perfección en un alarde de compenetración y trabajo en equipo.
Los sextetos de Brahms se definen por ser más desenfadados y alegres que la mayor parte del resto de su producción. Así ocurre en este segundo dulce y distendido que muchos apuntan se dedicó a Agathe von Siebold, una supuesta novia del autor cuyo nombre Dmitrienco, en otro alarde suyo de espontaneidad y simpatía, confesó no lograr encontrar entre las notas del primer movimiento, como así se asegura. Aquí los seis integrantes del conjunto supieron expresar el carácter sonriente y distendido de la pieza, así como su inspiración cálida y poética, mientras el contrabajo de Ciorata contribuyó a potenciar su línea melódica, la riqueza de sus texturas y su claridad estructural, de nuevo sustituyendo al violonchelo original. Lució todo el intenso lirismo y ambiente rústico y pastoril del primer movimiento, así como la elaborada riqueza contrapuntística del scherzo, pero el adagio resultó demasiado inseguro e impreciso, perdiéndose ese tono ligeramente doloroso que la página sugiere. Aunque de menor calidad que el resto de la partitura, el allegro final sirvió para que el conjunto recuperara el ímpetu y la energía demostrada a lo largo del resto del estimulante concierto.
Fotografías:
Guillermo Mendo