Perdonen que haya echado de tópico para titular esta reseña, refiriéndome a esa famosa novela de José Saramago en la que a través de la enfermedad se analizaba la miseria moral y el egoísmo de la sociedad actual. También la ceguera es el eje central del nuevo trabajo del reputado César Camarero, pero él se ha basado en una obra maestra del teatro simbolista de finales del siglo XIX, Los ciegos de Maurice Maeterlinck, donde un grupo de personas invidentes se encuentran perdidas en una isla, sin saber por qué ni cómo, tras haber sido abandonadas por el guía del sanatorio en el que se encuentran recluidas. Precisamente ahora que hasta la Constitución se pretende modificar para adaptarse al lenguaje inclusivo, denominando personas con discapacidad a quienes hasta ahora se consideraban disminuidas, sumergirnos en la rutina sensorial de personas invidentes debía servirnos para potenciar otras capacidades, aumentar nuestro sentido de la percepción y prestar mayor atención al oído gracias a una experiencia inmersiva. Algo así como hacernos sentir personas con capacidades diversas, que sería en definitiva el término más adecuado.
Para ello Camarero, con la impagable ayuda de Juan García Rodríguez y el imprescindible Zahir Ensemble, que suma así otro reto a tantos ya apuntados, nos invita a cerrar los ojos, claro está con ayuda de un antifaz, y apreciar así con una atención menos dispersa y más condicionada, el sonido de la música, el sentido de las voces y sus palabras, y sobre todo el espacio en el que se desarrolla una leve trama con reminiscencias de Esperando a Godot, a la que nos acercamos a través de nuestra imaginación. Hay tantos Es lo contrario como espectadores se dejan seducir por su propuesta, mientras al contrario que en un espectáculo convencional, aquí somos nosotros los observados y no al revés, acrecentando nuestra vulnerabilidad e inseguridad ante la incertidumbre de qué está realmente pasando a nuestro alrededor.
Sin embargo la experiencia no es novedosa. Aun recuerdo hace muchos años asistir a un espectáculo de La Fura dels Baus en el Teatro Central totalmente a oscuras, mientras los actores y actrices nos manipulaban con su habitual violencia. Y no son pocos los compositores que obligan estrenar sus obras en la oscuridad más absoluta para potenciar la comunión perfecta entre oyentes y música. En esta ocasión el experimento funcionó relativamente, según la disposición emocional de cada persona del público, unos más proclives a la dispersión, otras por completo entregadas a la experiencia. Y aunque pudiera parecer que este espectáculo de teatro musical no necesita puesta en escena, todo lo contrario, el emplazamiento de los músicos en plataformas alrededor del público, y las voces distribuidas por todos los rincones de la sala, contribuyen a provocar todo ese cúmulo de pretendidas sensaciones, con mayor o menor fortuna.
Hay sin embargo mucho lamento y sensación de pérdida y frustración en este grupo de invidentes imaginados por Maeterlinck hace más de un siglo. No hay en su obra ese análisis de las capacidades diversas que hoy caracterizan al colectivo y cuya traslación a nuestra relativa normalidad, si alguna vez existe algo normal, parece perseguir la función de Camarero. Además los diálogos en ocasiones parecen perderse en el espacio y bajo la profusa instrumentación. Zahir Ensemble por su parte logra que la música de Camarero suene a él, a su sello inconfundible, a esos planos sonoros lineales, casi homogéneos, sin apenas texturas, sin apenas contrastes, con notas sostenidas interminables que potencian la sensación de inquietud, a veces insostenible, que caracteriza su música. Sonidos solo esporádicamente interrumpidas por ataques severos e injerencias de diversa índole, desde el ladrido de un perro al llanto de un niño, la rotura de cristales o las pisadas sobre hojas secas que pretende imitar un plástico frecuentemente arrugado, aunque más bien nos recuerde lo mucho que molesta la desenvoltura de un caramelo en pleno concierto. Y entre tanto sonido y sampler, un magnífico trabajo de Cristóbal Romero, el ingeniero de sonido, alguno destinado a situarnos en un escenario exótico, como ese Sweet Leinani de corte hawaiano que Bing Crosby cantaba en Waikiki Wedding y que le valió a Harry Owens un Oscar a la mejor canción en 1937.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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