Son pocas las veces que se celebra un concierto, y menos de estas características, en El Salvador. Aun así, recuerdo que uno de mis primeros conciertos sinfónicos en vivo fue en este incomparable recinto, y de la mano de la Royal Philharmonic Orchestra nada más y nada menos. Fue a principios de los ochenta y Sevilla lamentablemente no contaba con infraestructuras adecuadas para acoger un evento de tal envergadura. Nuestro patrimonio religioso se erigía entonces en principal abrigo para tales ocasiones. Afortunadamente hoy hacer un concierto como el de anoche en una Iglesia como El Salvador, tiene un significado mucho más espiritual y estrechamente relacionado con el contenido del evento, que no fue otro sino recrear obras que Joaquín Turina compuso especialmente para la Hermandad de Pasión, radicada en este templo sevillano.
Lucio-Villegas y Fernández Rueda |
El concierto de ayer constituye la piedra angular sobre la que se levanta este singular proyecto, Ruta Turina, encaminado a celebrar el setenta y cinco aniversario de la muerte del compositor salpicando la agenda musical de Sevilla de piezas suyas. Un proyecto destinado a quedarse a perpetuidad con el fin de divulgar la obra de Turina en la ciudad que le vio nacer y vivir sus primeros años, y de donde siempre surgió su inspiración creativa. El del Salvador fue un trabajo de equipo, con muchos de los agentes musicales de la ciudad implicados y coordinados por su principal artífice, Rafael Ruibérriz de Torres, autor también de unas profusas y documentadas notas al programa junto a su hermana Ana, responsable también de la rehabilitación y edición de algunas de las piezas programadas. Ruibérriz además ofició de maestro de ceremonias con un muy sentido discurso sobre la pasión que le ha llevado a esta gesta, a lo que se unió la muy poética semblanza que sobre la relación entre Turina y Pasión, núcleo fundamental de las obras programadas, hizo el Hermano Mayor de la Cofradía, Juan Pablo Fernández Barrero.
Ruibérriz y el concertino Ignacio Ábalos |
Es curioso que una ciudad tan barroca se haya visto siempre tan bien reflejada en este romanticismo tardío que practicaba la plana mayor de nuestros compositores de principios del XXI, sirviendo de base a ese nacionalismo aludido. Así, en el teclado se adivinaban los largos paseos y la particular idiosincrasia de una ciudad siempre presta a su disfrute. En Ante la Virgen de la Merced la pianista se mostró contemplativa, siempre precisa en su digitación, mientras La calle Sierpes exhibió su bullicio a través de las notas efusivas de Turina y la digitación firme y a la vez agitada de Lucio-Villegas.
La pianista acompañó después a Francisco Fernández Rueda en un sorprendente Ave María de resortes vanguardistas y contrastadas y sinuosas líneas melódicas salpicadas de sugerentes disonancias, que el tenor defendió con ahínco, voz potente, arrolladora, a pesar de unos tirantes sobreagudos. Menos interés musical nos pareció que tuvo la Saeta a la Esperanza Macarena, más convencional y folclórica. Rueda protagonizó también el tercio final del programa, con idénticas prestaciones, mientras Lucio-Villegas resolvió una interesante Rapsodia Sinfónica al más puro estilo anglosajón, muestra del evidente cosmopolitismo del compositor, arropada por una orquestina fruto de la colaboración entre miembros de orquestas sevillanas como la Barroca y la Bética, que aportaron fuerza y vitalidad a la muy virtuosa interpretación de la formidable intérprete.
Irene Gómez Calado y la Banda de la Oliva |
La excelente Banda de La Oliva, de Salteras, fue la encargada de poner en pie otra de las piezas que más nos sorprendió, la Marcha fúnebre dedicada al señor de la Pasión, también luciendo oportunos resortes vanguardistas, puntuales disonancias y efectos expresivos de profundo calado. Una pieza ciertamente singular y diferente. Más convencional fue la Elevación del Santísimo Sacramento que el barítono Andrés Merino, bien conocido de los y las seguidoras de la Compañía Sevillana de Zarzuela, defendió con buen pulso, voz perfectamente entonada y adecuada expresividad, acompañado por un coro de voces masculinas en las que sobresalieron más los graves que los agudos, algo más desorientados y alicaídos.
Con la Misa a Jesús de la Pasión, que Ruibérriz dirigió con ahínco y vehemencia, accedimos al Turina más pomposo. Se trata de una obra compuesta por encargo que paradójicamente se adapta más al estilo grandilocuente y épico de una banda sonora que al recogimiento o la mística con la que a menudo se abordan estas piezas. Unas constantes que se repitieron en la Plegaria final, con Rueda, Merino y el coro, acompañados por La Orquestina, poniendo el broche de oro a tan emblemático concierto, fruto del esfuerzo de tantos y tantas, incluido el fotógrafo Luis Ollero, capaz de inmortalizarlo con las instantáneas más artísticas y bellas imaginables, como las que hemos reproducido en este artículo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario