
Rafael, Petrarca y Miguel Ángel ocuparon el protagonismo en el teclado de Floristán mientras desgranaba, con más ímpetu y energía de lo habitual en estas páginas, las delicadas notas que Liszt compuso en honor a estos artistas imperecederos. El pianista eligió de entre las muchas que integran los tres cuadernos de Años de peregrinaje de Liszt, tres de las más reflexivas e intimistas, impregnándoles de un sello muy personal a fuerza de crescendi exuberantes y considerables dosis de rabia contenida. Una visión muy particular que se perpetuó en la imprescindible Sonata nº 2 de Chopin, a la que dotó de inusual unidad interna a base también de pulsaciones muy dinámicas, rápidas y vibrantes. Las imprecisiones técnicas que asomaron de vez en cuando no empañaron una interpretación soberbia en color y expresividad, que encontró en la célebre Marcha fúnebre el contrapunto ideal, sombrío y austero, al carácter nervioso y diabólico, a veces terrorífico, con el que fue abordado el resto de la obra.
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El intérprete en un momento de esta actuación (foto: Tomás Payés) |
En la segunda parte una soberbia interpretación de Cuadros de una exposición evidenció el alto grado de madurez alcanzado por el artista frente a una pieza que le ha acompañado desde el principio de su carrera, y que como el resto del programa recreó sin partitura alguna. El carácter grotesco de los gnomos, los aires de serenata de El viejo castillo, la vivacidad de los niños en Tullerías, la acalorada conversación de los judíos o el carácter lúgubre de las catacumbas romanas, encontraron en Floristán un médium inmejorable, bizarro en los episodios más imaginativos, poético en los realistas, como ese final apoteósico en la Gran Puerta de Kiev, con el que alcanzó un estado emocional complejo, sin estridencias ni salidas de tono. Ginastera y Schubert ocuparon las inevitables propinas.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía el 7 de junio de 2017
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