Una vez más se repite la ceremonia, inauguramos otro año con un ballet clásico ilustrado por la ROSS desde el foso. Un imperativo lógico y pertinente dada la amplitud y ampulosidad de la partitura, pero que no evita hacernos anhelar otro tipo de espectáculos danzísticos que disfruten también de la música en directo, con estéticas y ambiciones diferentes que los sempiternos tutús, piruetas y giros imposibles, y que no beban de ese romanticismo musical originado en la Rusia imperial cuyo máximo exponente fue Chaikovski. Minkus otra vez en los atriles, tras el Don Quijote que de forma tan excepcional nos brindó el año pasado José Carlos Martínez y la Compañía Nacional de Danza. La bayadére fue ya objeto de este ballet antes llamado de Reyes en dos ocasiones, la última hace siete años, con una versión a cargo del Ballet de la Ópera de Varsovia.

Al contrario que en 2012, se optó por la versión en dos actos en lugar de la de tres revisada por John Lanchbery, que curiosamente es sensiblemente inferior en duración. Ello propició la recuperación de números tan estimulantes como la danza de conjunto masculino con el que se inició el segundo acto. En este sentido el cuerpo de baile cumplió competentemente, abrigados por unos suntuosos decorados muy en estilo, a fuerza de telones y con ágiles cambios de escena, además de un vestuario colorista y exquisito, todo lo cual contribuyó sobremanera a trasladarnos a ese mundo fantástico y exótico que a los pies de El Himalaya evocan los dramas del poeta indio Kalidasa en los que se basa el libreto de Petipa y Serguéi Judekov. ubo sin embargo muchos detalles de imprecisión y descoordinación que empañaron el resultado final, lo que no debería restar mérito al dificilísimo cometido de los bailarines. Entre los solistas destacaron Ondrej Vitklát aportando fuerza y agilidad a su ídolo de bronce, a pesar de algún desajuste final; la imponente personificación del Gran Brahmán que hizo Jiri Kodym; el nervio del joven Mathias Deneux como faquir; y sobre todo el trío protagonista, con Magdalena Matejková aportando gracia y expresividad a su papel de malvada Gamzatti, la extrema delgadez y fragilidad de la muy competente técnicamente Alina Nanu como protagonista, y la fuerza y la elegancia de Nikita Chetverikov como Príncipe Solor, capaz de saltos, giros y piruetas de enorme dificultad y palpable precisión, que merecieron los mayores aplausos del público. Cabe mencionar, aunque sea con carácter amable y romántico, la dignísima aportación de los niños del Conservatorio de Danza de Sevilla. En el lado negativo la perseverante y muy desagradable costumbre de una importante parte del público de toser de forma implacable e irrespetuosa, lo que impidió apreciar en su justa medida los espléndidos solos apuntados, y malograron estrepitosamente la entrada de las bayaderes en el reino de las sombras, momento cumbre de la pieza que contó para la ocasión con una onírica nevada a cargo de los creativos de Lunchmeat Studio.
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