No estábamos muy de acuerdo con que la Plaza de España se cerrara por segundo año consecutivo al turismo durante más de la mitad de las horas de la jornada, y mucho menos de que sufriera tal agresión para convertirla en escenario de espectáculos musicales y ocio gastronómico. Cabe recordar además que en este mismo espacio se celebraban en tiempos ignominiosos los Festivales de España. Pero a la vista del espectacular resultado que tiene el atrevimiento, la buena organización y el maravilloso juego de luces al que se somete su excelsa arquitectura, hemos claudicado y aplaudido esta iniciativa. Ayer, además, sirvió para fundir en un emocionante abrazo a dos grandes de la cultura y el arte en general, el nunca suficientemente llorado Ennio Morricone y el icónico arquitecto sevillano Aníbal González, adalides del progreso del hombre en la Tierra, tan lejos del espíritu reaccionario que impregna la actualidad y amenaza con enturbiar la pacífica convivencia de todos y todas nosotras.
Andrea Morricone decidió añadir Sevilla a su lista de ciudades donde ha recalado el tour oficial que Ennio Morricone dejó preparado antes de fallecer hace justo tres años. Ha sido la nuestra la única plaza española que ha tenido el privilegio de acoger este homenaje inmenso a un gran genio de la música y el cine, que entre partitura y partitura nos deleitó con sus anécdotas y lecciones, algunas extraídas del film de Giuseppe Tornatore Ennio, estrenado hace un par de temporadas. Pero es aquí donde reside el primer error de este acontecimiento, al no haberse tenido en cuenta el subtitulado en castellano para una mejor comprensión por gran parte del público. Y aunque en la gran pantalla colocada tras la orquesta y coro se podían leer los títulos de las piezas interpretadas sobreimpresas en las secuencias de las películas a las que pertenecían, algo muy de agradecer al no contarse con un programa al uso, cuando lo que veíamos en pantalla era a la propia orquesta en directo, ya no se facilitaba el título, imaginamos que por cuestiones técnicas, por lo que sólo los muy entusiastas del maestro romano podían seguir el programa tema a tema. Seguimos además denunciando que, sea por la acústica del lugar o menos probable por el equipo de amplificación, el sonido no resulta tan brillante como debiera, lo que en el caso de una orquesta sinfónica acrecienta su inconveniente, perdiéndose el relieve, los planos sonoros, matices y detalles, sonando todo como una amalgama.
Destacados estos inconvenientes, nada fue sin embargo suficiente obstáculo para disfrutar emocionados y emocionadas de este paseo nostálgico por la música de Ennio Morricone y el cine al que le puso música durante más de seis décadas. A este menester respondió su hijo Andrea con disciplina y mucha responsabilidad, sin narcisismos, dejando que la música fluyese con sencillez y emotividad, permitiendo entrever sus filias, especialmente ese Tema de Deborah de Érase una vez en América que dirigió con un sobrecogedor vuelo lírico, y en el que indiscutiblemente se inspiró para componer su Tema de Ennio que abrió la segunda parte del concierto con el mediático violonchelista Hauser grabado en imagen en perfecta sincronía con el pianista Antonello Maio. Una coordinación que también sorprendió en clips cinematográficos como los que acompañaron los títulos iniciales y finales de Los intocables de Eliot Ness con los que empezó la noche. Otro momento destacable en este sentido fue la interpretación del tema La última diligencia de Red Rock de Los odiosos ocho con la ROSS en perfecta simbiosis con las imágenes en las que podíamos ver a Morricone dirigiendo en los míticos estudios de Abbey Road.
Siempre vivo
Momentos para el recuerdo y la emoción traducida en lágrimas que fluyeron mientras sonaban acordes de las películas de Sergio Leone, la misma suite interpretada en el Lope de Vega hace treinta y cinco años y en el Maestranza una década después, ampliada con El hombre de la armónica de Hasta que llegó su hora. Suite en la que intervino majestuosamente el coro cordobés Ziryab y la soprano Angela Nisi, de voz amplia y bien proyectada, angelical en el sobrecogedor Tema de Jill, aunque sufrió un desliz en ¡Agáchate, maldito!, quedándose algo rezagada al principio. Especialmente emotivo fue el bloque dedicado a Tornatore, iniciado con La leyenda del pianista, donde abundan las disonancias jazzísticas, y continuada más tarde con el inevitable Cinema Paradiso, aplauso espontáneo incluido para el tema de amor compuesto por el propio Andrea, y Malena, su última nominación al Oscar antes de ganarlo honoríficamente y años después en competición con la película de Tarantino. Muy acertado también combinar El clan de los sicilianos con Imagina que una noche cenando, dos temas muy setenteros que, como tanta música comercial en aquella época, siguen esquemas y estructuras basadas en el barroco bachiano, si bien fue en esta última donde se acusó mayor saturación por los inconvenientes acústicos apuntados.
El bloque político al que tanta atención prestó Morricone nos descubrió a un Gillo Pontecorvo confesando que quería para Queimada la Misa Luba, adaptación de la liturgia en latín a los cantos tradicionales del Congo, pero que el maestro le convenció para sustituirla por su partitura original. Antes de ella sonaron La batalla de Argel, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, La clase obrera va al paraíso, la versión instrumental de Sostiene Pereira y, después como propina, el brindis de Sacco y Vanzetti que Joan Baez popularizó a principios de los setenta y el Coro Ziryab acometió con mucho entusiasmo y vehemencia. Otro tema imprescindible de la larguísima filmografía de Morricone, Chi mai, compuesto para el film Maddalena pero aprovechado ampliamente por Belmondo en sus films con Henri Verneuil, disfrutó de la excelente interpretación de la ROSS, con solistas como Morelló, Farré o Iolkicheva destacando en diversos momentos. Ya nos había avanzado Andrea Morricone en la entrevista que le hicimos la pasada semana, que su padre le había hablado muy bien de nuestra orquesta, y él mismo nos lo había hecho saber así cuando la dirigió en 1999. Y así hasta derivar en la monumental La misión, con presentación de Roland Joffé, epílogo de Jeremy Irons, y oboe, orquesta, coro y percusión haciendo las delicias del respetuoso y entregado público que rindió así tributo a quien siempre permanecerá vivo en nuestro corazón.
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