Alessio Arduini y Marina Monzó
Puede
parecer que Don Giovanni es un título recurrente en el historial del
Maestranza, y sin embargo sólo se ha programado en cuatro ocasiones, una de
ellas en clave de reposición. Lo hizo en aquel glorioso 92 de la mano
Zeffirelli, y en 2008 con Mario Gas como director de escena, que se repitió en
2014. No es descabellado que, once años
después, el disoluto castigado
vuelva a la escena maestrante, con una mirada quizás más femenina gracias a la puesta en escena ideada por Cecilia Ligorio
para la Ópera de Colonia, coliseo que depura mucho sus producciones para
centrarse en su efectividad dramática y su elegancia formal.
Precisamente
eso es lo que ofrece esta propuesta, en la que una plataforma giratoria hace que el escenario funcione eficazmente
a fuerza de paneles austeros rematados con detalles clásicos, cerrados y
abiertos según la ocasión, y a veces cortinajes que permiten pequeños cambios
de escenografía. Una solución que favorece el elegante movimiento de sus siete personajes, entrando y saliendo de
unas estancias a otras, como sucede en la laberíntica escena final del primer
acto, justo después de que el septeto y el coro entonen ese atrevido Viva la libertad con el que Mozart se
adelantó a la mismísima Revolución Francesa, aunque él se refiriese más a disfrutar de los placeres de la vida.
También
es en el final del segundo acto, y por consiguiente de la ópera, donde brilla
el movimiento escénico, elegante y suntuoso, de quienes sobreviven al seductor sólo para comprobar lo amargo de sus
existencias, condenadas a la rutina y la vulgaridad, frente a la excitación
que llegaron a experimentar de la mano de quien, consciente de que la muerte
siempre está presente, decide vivir de
forma tan despreocupada como libertina.
Julie Boulianne, Marco Ciaponi y Ekaterina Bakanova
Ahí
es donde Ligorio decide incluir un guiño
tan tópico como insolente como es la cabeza de un toro, que Don Juan (y
Leporello cuando lo sustituye) se endosa en determinados momentos de la
representación. Aunque en ningún momento se nombra Sevilla, es notorio que la
acción transcurre aquí, lo que unido al significado
de bravura y muerte que representa el animal, quizás diera pie a la
escenógrafa a echar mano de tan recurrente elemento.
La
directora se decanta así por una visión
jocosa, que no cómica, del asunto. Una fiesta permanente en la que el baile está muy presente, con
paisanos y paisanas que se prestan a sencillas pero muy efectivas coreografías
a las que a menudo son invitadas las y los protagonistas de la función, rebajando así, acertadamente, la materia
dramática a un título en el que ésta tiende a tener un considerable peso.
Insuficiente
torrencial canoro
Esas
virtudes mencionadas respecto a la funcional y elocuente escenografía, tiene
también su peaje. Quizás influyera en la
caja acústica del Maestranza para que, según la posición de los y las
cantantes, sus voces sonaran compactas o en lejanía. Por supuesto que la
calidad de las voces y, sobre todo, su
proyección, contribuyó a que esto también sucediera así. Sabemos que en
determinadas áreas del coliseo las voces llegaron en todo su esplendor, lo que
refuerza la teoría de la esa inconveniente
influencia de la escenografía.
De
cualquier modo, lo que nos llegó fue la voz
bien matizada pero insuficientemente proyectada de Alessio Arduini, un Don
Juan de hermoso porte y acertada interpretación al que, sin embargo, faltó peso vocal. Destacó más en el
enérgico y festivo Finch’han dal vino que en el melancólico dúo con Zerlina, el
célebre La ci darem la mano. Por el
contrario, ésta fue un dechado de
virtudes y emociones, puro canto, brillante, fluido y bien proyectado en momentos
cruciales como Vedrai, carino. La
hermosa soprano valenciana Marina Monzó
se postuló así como lo más celebrado de la noche, junto a una Doña Anna
encarnada en la voz de poderoso y bello timbre de Ekaterina Bakanova, a quien la refulgente orquesta no logró
eclipsar en el desatado Fuggi, crudele
de la primera escena.
Menos convincente resultó Julie Boulianne como Doña Elvira, con voz tremolante y puntualmente insegura, aunque de proyección anduvo sobrada, y a nivel interpretativo convenció por su volubilidad y tono amargo. Once años después de encarnar al mismo personaje en la producción del propio Maestranza dirigida por Mario Gas, David Menéndez acusa una voz menos potente y unos registros más rígidos que en aquella ocasión. Pero Leporello siempre cae bien y su actuación fue muy aplaudida.
Como
tenor romántico, Marco Ciaponi da el
nivel adecuado, aunque también exhibió una voz tenue e insuficiente, lo que
se tradujo en un Dalla sua pace
sentido pero algo mortecino. Sorprende que se prescindiera de la otra famosa
aria de Don Octavio, Il mio tesoro
intanto, sustituida en el estreno vienés por la antes mencionada, aunque hoy normalmente se cantan las dos. La
participación de Ricardo Seguel como
Masetto quedó en un discreto nivel, tanto en actuación como en canto, mientras a George Andguladze faltó un tono algo más oscuro
y profundo, a pesar de lo cual su aportación a la escena del descenso a los
infiernos resultó considerablemente aterradora. El próximo viernes 10 tendremos
ocasión de comprobar si todo funciona mejor con el elenco completo alternativo.
La
orquesta sonó brillante, rutilante de la
mano de un esforzado Iván López-Reynoso. El director mexicano dio empuje a
la partitura, agitó los momentos más dinámicos y acentuó la belleza de los más
relajados, siempre desde unos parámetros
más románticos que puramente clasicistas. La ROSS respondió con ese sonido
cristalino que le caracteriza, con todas las familias instrumentales
funcionando a un excelente nivel. Lo peor es que la batuta no se preocupó bastante en no eclipsar a las voces, especialmente
apreciable en la tumultuosa escena inicial. Las breves aportaciones corales se
saldaron con el habitual éxito, y en la coreografía, todos y todas las danzantes apostaron por ofrecer un buen espectáculo en
tan atractiva experiencia.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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