
Dos cambios de programa protagonizaron el arranque de la velada, con las archiconocidas Claro de Luna de Debussy y Pavana para una infanta difunta de Ravel sustituyendo las menos transitadas Rêverie (Ensueño) del primero y la Pieza en forma de habanera derivada de una Vocalise del segundo. La ejecución de ambas obras sentaron ya las bases del devenir del resto del concierto, con un dominio absoluto del violín sobre la guitarra, condenada a un mero acompañamiento en transcripciones en las que sustituía claramente al piano pero con un carácter más discreto y secundario, lo que impidió disfrutar de las magníficas prestaciones a las que nos tiene acostumbrados Bernier. Por su parte, el comprometido violinista forjado en la WEDO atacó unas piezas de espíritu impresionista con una estética más próxima al romanticismo, voluptuoso y exacerbado, fuera de estilo aunque extrajera del instrumento un sonido potente y sedoso, sin estridencias aún en los pasajes más proclives a cometerlas. Más adecuada resultó en ese sentido su interpretación de una de las Tres melodías Op. 7 de Fauré.
El bloque español arrancó con una versión de Mallorca de Albéniz que desaprovechó su carácter guitarrístico en favor de un violín poco preciso y disciplinado en los pianissimi, como se puso de relieve también en la Andaluza (Los pelegrinitos) de la Suite Española de Joaquín Nin. De Granados, que acompañó a su gran amigo Albéniz en ese viaje que inspiró la pieza precedente, se interpretaron la deslavazada Danza triste y la morisca Zambra de sus doce Danzas españolas, donde ambos lucieron ímpetu y mucho ritmo. Una impecable e hipnótica Nana y un apasionado Polo de las Canciones populares de Falla dieron paso a la propina, un muy meditado Café 1930 de Piazzolla.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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