Foto: Actidea |
Aunque se trate de una de sus obras más representativas y populares, junto a la ópera Sansón y Dalila y la Danza macabra, Saint-Saëns consideraba El carnaval de los animales una pieza menor, apenas una broma musical que podría enturbiar su consideración de compositor serio y responsable. Ni el hecho de que una de sus pocas interpretaciones en público, en casa de Pauline Viardot, provocara el entusiasmo de Liszt, influyó para que el compositor romántico francés decidiera publicarla y destinarla a las salas de concierto. Tuvo que pasar más de treinta años para que eso ocurriera y la obra se convirtiera en icono del autor, por eso el homenaje que Noches del Alcázar le brinda este año a Sain-Saëns en el centenario de su muerte no sería completo sin una interpretación de la página. Totem Ensemble, que como tal formación hace algunos años que no pisa este escenario, si bien sus integrantes sí lo han hecho con otros conjuntos, ha sido el encargado de llevar a cabo esta exigencia, contando para ello con su habitual ingenio y habilidad para adaptar partituras a su reducido conjunto de cuerda.
Una página imprescindible
El carnaval de los animales es una suite con catorce números que satiriza la música programática e ironiza con diversos autores contemporáneos y colegas del autor a través de una orquestación muy medida y matizada, capaz de aportar un colorido muy especial a cada uno de los animales representados en esta fantasía zoológica, como su autor la definía. Destinada a una formación orquestal reducida a unos quince intérpretes, pero con gran parte de las familias instrumentales representadas y una aportación fundamental del piano al conjunto, su adaptación a quinteto de cuerda se antojaba harto atrevida y con muchas papeletas para fracasar. Sin embargo la pericia y profesionalidad de los cinco músicos convocados y esa habilidad para el arreglo y la adaptación que les caracteriza, hizo que la empresa saliera adelante con el beneplácito de un público entregado y entusiasmado, capaz de entender el humor con el que su autor la emprende con su propia Danza macabra en Fósiles, la Danza de las sílfides de Berlioz en El elefante, o el Can-Can de Offenbach en Las tortugas. Sin el apoyo del xilofón o la flauta y otros instrumentos de viento, la cuerda se las ingenió sin embargo para lograr texturas variadas y emitir onomatopeyas identificables. A pesar de ello algunos números, como el Acuario, se resintieron de esa falta de color y textura que en este caso particular aporta el teclado. Pero hasta Los pianistas estuvieron bien representados con sus infatigables escalas a pesar de la falta del instrumento rey. Dmitrienco y Díaz jugaron con simpatía y discreción, Natvlishvili impregnó de poesía su violonchelo en el popular Cisne, Leifer sustituyó con éxito al inicialmente programado Jerome Ireland, y Lobo brilló en sus puntuales solos, además de ejercer de maestro de ceremonias quizás para evitar que la simpática incontinencia verbal de Dmitrienco sobrepasara el tiempo estipulado. El resultado fue una acertada combinación de humor afilado y considerable delicadeza.
Antes el conjunto interpretó una serie de páginas del propio homenajeado y dos de sus contemporáneos más influyentes, Bizet y Delibes, con resultados también amables y satisfactorios, aunque en el orientalizante Reverie du soir el diálogo entre los dos violinistas sonara algo estridente. La Sarabanda con la que iniciaron el concierto mantuvo cierto lirismo y un tono apesadumbrado muy elocuente, mientras las dos populares piezas de Delibes extraídas de sus famosos ballets mantuvieron la exigencia técnica y expresiva que se demanda a la gran orquesta a las que van destinadas. Con la siempre socorrida Carmen prefirieron un arreglo propio, con transiciones en su mayoría bien planteadas, que alguna de las fantasías y suites que existen en el repertorio. La intervención del público resultó inevitable en el We Will Rock You de Queen que ofrecieron como propina.
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