Lucas Macías al frente de la Real Sinfónica de Sevilla
Se
trata de la Sinfonía nº 2, también
conocida como Resurrección, la
elegida por el nuevo director titular de
la orquesta para inaugurar ese ciclo sinfónico que constituye la columna
vertebral de la programación del conjunto hispalense. Una obra concebida como un duelo entre la muerte y la esperanza en
forma de vida eterna, entendida en términos litúrgicos o celestiales, no
como pretenden en la actualidad algunos de los mandatarios más impresentables
del orbe mundial.
Por
ello se inicia con una suerte de marcha
fúnebre en la que ya se atisban las características que habrán de imperar
en el resto de la descomunal pieza, y a las que la batuta intentó plegarse con absoluta fidelidad. Cierto
que los tempi se relajaron en cierta
medida, llegando a superar versiones antológicas como la de Klemperer de 1961,
más rápida y enérgica, pero sin llegar a la más premiosa de un, por ejemplo,
Leonard Bernstein. Tampoco alcanzó Macías la
tensión y la gravedad de los citados, y con todo logró construir una
versión más que aceptable, impecable a
nivel técnico y bastante lograda a nivel expresivo.
Un
verdadero trabajo de equipo
Perfecta
para arrancar la temporada, la Segunda
de Mahler pone a prueba eso que denominamos trabajo en equipo, llegando a exigir de cada familia orquestal una
conjunción de esfuerzos e intenciones que logre que tantas voces suenen al
unísono, con toda la fuerza y la
compenetración que sea posible. Esto lo extrajo perfectamente Macías del numeroso
personal convocado, a quienes se unieron las voces perfectamente ensambladas de solistas y coro, dos para más
señas, con las dificultades añadidas que eso entraña, logrando ese efecto de
equipo bien avenido que en una pieza como ésta es más meritorio conseguir.
Macías
estuvo atento a cada uno de los
contrastes que abundan en una página que alterna los pasajes más bellos con
los más violentos y turbulentos, presentes desde los primeros acordes. Faltó
una mayor dosis de belleza en el idílico andante
moderato, y no llegó a exprimir todo
el fuego presente en el infernal tercer movimiento, donde sin embargo sí
dominó su marcado ritmo y frecuentes disonancias.
Un
quinto movimiento que se presenta como toda una sinfonía independiente estructurada en diversos episodios, de
nuevo presididos por continuos contrastes y un trabajo muy exigente en los metales y la percusión, un ir y
venir de trompas fuera y dentro del escenario, causando un fuerte impacto
sensorial. Echamos en falta, sin embargo, un mayor calado emocional y más énfasis en la belleza de sus pasajes
más arrebatados.
No
cabe duda, sin embargo, de que el descomunal cuarto de hora final se salvó muy
positivamente. La intervención impecable de la soprano húngara Emöke Baráth y de Emily D’Angelo
potenció el carácter místico de la pieza,
gracias a unas aportaciones muy en estilo, tan
espirituales. La del coro fue directamente una aportación celestial,
mientras el progresivo apasionamiento de la orquesta logró una conclusión épica, tan del gusto de un público deseando aplaudir
a rabiar.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
fOTOS
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