Crítica de música
9º Concierto de abono de la XXIª temporada de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Hansjörg Schellenberger, director; Sarah Roper, oboe; Miguel Domínguez Infante, clarinete; Javier Aragó Muñoz, fagot; Joaquín Morillo Rico, trompa.
Programa: A.Mort.Z IV de Castilla-Ávila; Sinfonía concertante para oboe, clarinete, fagot y trompa K 297b de Mozart; Sinfonía nº 4 Op. 60 de Beethoven.
Teatro de la Maestranza, 24 de febrero de 2011
Agustín Castilla-Ávila, compositor y guitarrista |
Jerezano afincado en Salzburgo – pudimos verlo en un programa de Españoles por el Mundo – Agustín Castilla-Ávila lleva algunos años componiendo una serie de homenajes a Mozart que culmina con esta cuarta entrega cuyo estreno ha tenido lugar en el Teatro de la Maestranza. Se trata de una pieza que, siendo fiel a la estructura, orquestación y ritmo del primer movimiento de la Sinfonía nº 9 “Praga” de Mozart, subvierte su tonalidad y armonía para presentar algo nuevo y pretendidamente vanguardista, para lo que, faltaría más, tiene que convertir la jovialidad y la gracilidad de la obra original en algo siniestro y hasta terrorífico, hasta el punto de que pareciera que estuviésemos escuchando una banda sonora de Pino Donaggio para un film de Brian de Palma de los 70. Destacó en la interpretación un exceso de cuerda, expuesta por la Sinfónica con tanta sedosidad que casi parecía una interpretación de 101 Strings bajo la imprecisa dirección de Natale Massara.
Pero no, quien dirigía en realidad es uno de los más prestigiosos oboístas de los últimos treinta años, el alemán Hansjörg Schellenberger, quien a continuación ofreció una desangelada interpretación de la Sinfonía Concertante K 297b del propio Mozart. Schellenberger tiene una excelente grabación de la misma pieza, con similares parámetros de estilo e instrumentación, al oboe acompañado por Carlo Maria Giulini y la Filarmónica de Berlín. Pero si allí brillaba la volatilidad y la gracia de la pieza, bajo su dirección presenciamos una versión plomiza y aburrida, carente de matices y sin apenas marcar los ritmos ni cambios de tono. Los solistas, todos miembros de la plantilla orquestal, cumplieron con solvencia y profesionalidad, incluso la trompa, instrumento más difícil de dominar y por ello objeto de alguna que otra imprecisión. Destacó la oboísta neozelandesa Sarah Roper, en una parte que originariamente fue compuesta para flauta, instrumento no muy apreciado por el autor.
Donde más brilló la batuta de Schellenberger fue en la Sinfonía nº 4 de su paisano Beethoven. Una pieza enmarcada entre dos obras maestras, la Heroica y la Quinta, concebida en principio como un divertimento, pero que en manos del que quizás sea el más grande compositor de todos los tiempos, alcanza un merecido alto nivel de excelencia. Considerada por muchos regresiva, cuenta sin embargo con grandes hallazgos, como ese marcado ritmo en la cuerda grave y los metales, conjuntamente o por separado, del Adagio, algo que no volvemos a encontrar prácticamente hasta un siglo después en la Obertura de El caso Makropoulos de Janácek. Un Adagio que por cierto encontró en los atriles de la ROSS una interpretación plena de lirismo y emoción, mientras en el resto de la obra la interpretación acertó en cuestiones como el ritmo, los acentos dinámicos y la energía, logrando una rendición más próxima a un tono alegre y desenfadado que a otro centrado en la profundización emocional de un compositor que en ese momento se encontraba exultante de optimismo.
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