Con
la voz aún más cristalina y esmaltada
que en aquel concierto del 2018, y una tesitura más asentada en el rango más
agudo, a menudo casi de soprano, Fagioli hizo un interesante recorrido por el arte de los castrati, su medio natural, para avanzar después por el repertorio
de las mezzosopranos y las contraltos, hasta adentrarse bien en el siglo XIX,
entre el Clasicismo y el Romanticismo.
Todo
un viaje emocional en el que destacó la habilidad del contratenor para
extraer puro sentimiento de cada nota y vivirlas con absoluta naturalidad,
disimulando hasta el extremo el falsete obligado. Su rostro evidenció en todo momento ese sentimiento y el enorme
gozo experimentado en un repertorio exigente y extenuante, sólo aliviado por
los dos únicos momentos, uno en cada parte del concierto, en los que el
pianista acompañante actuó en solitario.
De
la ópera arcaica al umbral romántico
Con
un repertorio muy similar al que presentaba Cecilia Bartoli en su legendario
registro Arie Antiche, Fagioli
comenzó el recorrido con un aria de Il
Giasone, de Cavalli. La escuela
veneciana estuvo así representada con toda la melancolía y ternura de la
que fue capaz la voz increíblemente homogénea del contratenor.
La
otra gran escuela, la napolitana, llegó de la mano de Scarlatti padre. Con Già il sole dal Gange, de su ópera de
juventud L'honestà negli amori, dio
rienda suelta a su facilidad para la
coloratura, una ornamentación profusa y una energía contagiosa. Pero fue
con Intorno all’idol mio, canción de Orontea de Marc’Antonio Cesti, con la que
apuntó directamente a nuestro corazón
por primera vez, con un canto en extremo piadoso.
También
resultó encantador y amable en el aria de concierto Pur dicesti, o bocca bella, de Antonio Lotti, ya a las puertas del
Clasicismo. Tiempo hubo después para la
tormenta y la agitación, de la mano por supuesto de Haendel en el rol de
Rinaldo, pieza antológica para el repertorio de castrato, que defendió con una energía apabullante y una ornamentación
al alcance sólo de los más dotados, logrando que cada matiz brillara con un dominio absoluto del instrumento en
toda su extensión.
Los
máximos exponentes del Bel canto
Bellini, Donizetti y Rossini protagonizaron la
segunda parte, completada con
Mercadante. Dos de las composiciones de cámara de Bellini sirvieron para descubrir al Fagioli más encantador (Ma rendi pur contento) y rabioso o
enfurecido en la muy temperamental Malinconia,
ninfa gentile. Igualmente con Donizetti mostró su lado más tierno, con la arietta de quien se sabe moribundo Amore e morte, y el más alegre y
despreocupado en la simpática Me vojo fa
una casa, típica canción napolitana.
Tiempo
para la exhibición de coloratura y el
más refinado bel canto en el aria
de La donna del lago de Rossini, Mura felici, auténtica apoteosis del
género antes de terminar con Saverio Mercadante y la cavatina Dove m’aggiro de Andronico, seguida del broche agitado final, Era felice un dí, de la misma ópera. Después las obligadas
propinas, otro aria de Andronico, la
hermosa y sentimental canción La rosa y
el sauce del compositor argentino del XX Carlos Guastavino, y ese éxito napolitano tan cerca de la
opereta que es Non ti scordar di me,
de Ernesto de Curtis, inmortalizada por Beniamino Gigli en la película de 1935
del mismo título.
El
acompañamiento a piano ahí donde
tocaba orquesta barroca, conjunto reducido o clave, resultó efectivo gracias al
buen hacer y el sentido de la
responsabilidad de Michele D’Elia, que en solitario se mostró contenido y
detallista con la Sonata en sol menor K.
347 de Domenico Scarlatti, y algo menos jocoso de lo conveniente en la sorprendente
Marcha y recuerdos de mi último viaje,
de los Péchés de viellesse (Pecados de la
vejez) de Rossini, donde se citan hasta ocho óperas del compositor
pesarese, de Tancredi a Guillermo Tell, pasando por La cenerentola, El barbero de Sevilla y Semiramide.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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