
En su vertiente más personal como compositor, el autor de Mi patria hizo en su Cuarteto nº 1, ya tardío, un recorrido autobiográfico desde la ilusión romántica de la juventud a la sordera que le afectó al final de su vida, pasando por su pasión por la danza, el amor de su esposa y la celebración de la creatividad. Un paisaje existencial que los integrantes del Bética tradujeron con vigor y entusiasmo, habilidad dramática y acento en los extremos emocionales, pero con una laxa seguridad en el diálogo y la compenetración, demasiada aspereza en el sonido, puntuales caídas de tensión e idas de tono y falta de contundencia en un final que exige además una coda más ahogada y prudente que la exhibida.
También bohemio, Dvorak encontró ecos de su tierra en su paso por la localidad americana de Spilville, donde además descubrió la música autóctona del país y los cantos espirituales negros, todo lo cual intentó plasmar en su antepenúltimo cuarteto. Una pieza cuya aparente espontaneidad y atractiva ligereza encontró eco en Thomas, melódico y contundente esta vez a la viola, José Manuel Martínez aportando lirismo y buen gusto muy bien secundado por Andrews, e Israel Martínez dando cuerpo y volumen al conjunto. Ágiles en sus frecuentes pasajes arpegiados y ostinatos, cautivadores y enérgicos, supieron extraer de la pieza una gran gama de detalles, exuberancia y optimismo. Quedó claro que también la Bética está preparada para ofrecer suntuosos programas de música de cámara, y que la orquesta puede perfectamente convivir con la Sinfónica y la Barroca en una Ciudad de la Música que lo único que necesita es más compromiso por parte de los agentes y responsables culturales.
Nota final: Leonhardt pedía a menudo en sus conciertos que no se aplaudiese hasta el final; en el Alcázar los artistas deberían al menos atreverse a pedir que no se hiciese hasta terminar cada obra, en favor de la unidad y una mayor comunión con los intérpretes.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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