Hay artistas que, independientemente de su talento y la confianza que pueda despertar su buen hacer, convocan por su simpatía y su calidez personal. Es lo que les ocurre al matrimonio formado por Mariarosaria D’Aprile y Tommaso Cogato, inquietos agitadores de la vida cultural musical de la ciudad y frecuentes en algunas de sus actividades más diversas, desde las Noches del Alcázar a estos ciclos de cámara del Turina, pasando por sus intervenciones en las plantillas de la Barroca y la Sinfónica, e incluso como solistas de esta última. Pero si además van acompañados de un interesante descubrimiento de músicas casi inéditas relacionadas con una de las familias de origen sevillano más influyentes en la escena musical parisina de la segunda mitad del siglo XIX, más atractivo atesora. Este particular viaje por la música de Pauline Viardot, hija de Manuel García y hermana de María Malibrán, nombres que afortunadamente hoy ya no necesitan presentación, es fruto de la inquietud y la exhaustiva investigación del crítico musical e historiador Andrés Moreno Mengíbar, que con sus informadas locuciones introdujo el programa, organizado por él mismo junto a la pareja intérprete, y la trayectoria sentimental y artística de la familia en la que se enmarca, que daría para una intensa serie de televisión.
Mariarosaria D’Aprile es una violinista especialmente dotada para dar carácter a su instrumento, del que extrae en todo momento un sonido depurado y sedoso, sin estrangulamientos ni estridencias, si bien su paso al registro extremo agudo suele resultar algo forzado y puntualmente chirriante. Eso no fue obstáculo para regalarnos una Sonatina de la Viardot de considerable fineza y espíritu muy amable. Una pieza que como la de Léonard que cerró el programa parece destinada fundamentalmente al consumo doméstico y a amenizar las numerosas reuniones de salón que se celebraban en la residencia de la polifacética artista. El violín atrapó su carácter ensoñador, con largos y muy bien articulados acordes, sentido del contraste y espíritu melódico. Las de su hijo Paul y su yerno Alphonse Duvernoy demuestran sin embargo una mayor ambición, y aunque de interés limitado, no cabe duda de que su destino era la sala de conciertos. La Sonata nº 2 de Duvernoy exhibe un espíritu atormentado y trágico, potenciado en un allegro final que desequilibra estructuralmente la pieza dada su larga duración respecto a los otros dos movimientos, dando mayor cobertura a su tormentoso carácter. D’Aprile lo atacó alternando pasajes llenos de ternura con otros de rabia y tragedia, siempre encontrando el tono justo y la adecuada expresividad. Al piano, Cogato se mostró siempre respetuoso y delicado, salvo cuando se imponía la agitación, para la que también está bien dotado.
En la segunda parte brilló la tercera y última de las sonatas de Paul Viardot, de espíritu no ya tardorromántico sino directamente romántico a pesar de estar escrita en 1931. Fruto de una tortuosa relación con su madre, bajo cuya sombra siempre se sintió acorralado y acomplejado, se arropa igualmente de un espíritu trágico y atormentado así como una atmósfera nostálgica que encontró en los intérpretes el vehículo adecuado, salvo por esos tránsitos al extremo agudo del violín algo faltos de depuración ya apuntados. En su paradigmático tercer movimiento, bajo el revelador título de Le méchante boîteuse (Maldita coja), Cogato acertó a destacar su irregular ritmo, mientras D’Aprile se mostró tan dinámica como dulce en su sección central. El movimiento final respira tristeza y resignación, emociones que emergieron con facilidad del piano y el violín, con acordes fuertes y escalas furiosas, así como marcados arpegios en la cuerda hasta culminar en un sobrecogedor pianissimo. La pieza de Hubert, a quien Pauline Viardot dedicó la sonatina que abrió el programa, consiste en una de esas fantasías con temas operísticos tan habituales en la época, evocando con carácter virtuosístico arias de La hija del regimiento, Ana Bolena o la más reconocible Una furtiva lágrima de El elixir de amor. D’Aprile está más dotada para la expresividad y el sentimiento que para la exhibición circense que demandan estas obras, a pesar de lo cual y considerando la fatiga que para entonces habría acumulado, logró una interpretación tan convincente y aseada como el resto del programa, siempre perfectamente apoyada en el elocuente trabajo de Cogato al piano. Para no desvirtualizar la propuesta, optaron en la propina por una serenata de Charles-Auguste de Bériot, marido de María Malibrán, con el mismo espíritu de encanto y ensoñación que informó la pieza de su cuñada.
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