Reino Unido-Francia 2024 107 min.
Dirección John Crowley Guion Nick Payne Fotografía Stuart Bentley Música Bryce Dessner Intérpretes Florence Pugh, Andrew Garfield, Adam Jones, Lee Braithwaite, Douglas Hodge, Grace Delaney, Aoife Hinds Estreno en el Festival de Toronto 7 septiembre 2024; en Reino Unido y España 1 enero 2025
El relativo éxito que el director irlandés John Crowley conoció en 2015 con la película Brooklyn, protagonizada por Saoirse Ronan, no se repitió con El jilguero cuatro años después, aún basándose en una novela de tanto éxito como la de Donna Tartt. Tampoco acierta ahora con este meloso y algo destartalado melodrama romántico que nos cuenta, presuntamente con un lenguaje original y novedoso, una historia mil veces vista en pantalla, la de una sólida relación romántica truncada por la enfermedad. El guion de Nick Payne se esfuerza por acompañar tan perentoria narración con episodios insólitos y pretendidamente diferentes, tontería tras tontería diríamos nosotros, que en realidad se nos antojan tan artificiosos como directamente insulsos y anodinos, tales como salir a comprar bolígrafos en albornoz de baño o intentar sacar un Mini de un angosto aparcamiento.
Nada resulta interesante en esta película cuyo título, a pesar de estar bien traducido al castellano, coincide con otro olvidable melodrama romántico protagonizado por John Travolta y Lily Tomlin en 1979. Ni siquiera resulta conmovedor este film en el que al menos sus protagonistas se esfuerzan notoriamente, con Florence Pugh dando vida a una exitosa chef de cocina creativa, y Andrew Garfield repitiendo ese personaje algo despistado pero responsable al que nos tiene acostumbrados fuera de su paseo por el hombre araña.
A pesar de su limitado talento, a Crowley se le han confiado importantes repartos, Colin Farrell en Intermission, Michael Caine en ¿Hay alguien ahí?, Eric Bana en Circuito cerrado o Nicole Kidman en El jilguero. Con Garfield ya trabajó en Boy A. Será ahí donde radica la mayor pericia del director, en extraer buenas interpretaciones de sus protagonistas. Pero en manos de un guion tan arquetípico y plagado de tonterías como éste, a pesar de algún episodio entrañable suelto, como el nacimiento de la hija de ambos en una gasolinera, su trabajo desluce notablemente. Payne ya destacó por su sentimentalismo de manual en El sentido de un final y La última carta de amor, pero por mucho que aquí pretenda dar sentido a la enfermedad terminal con el sempiterno dilema de si afrontarla o ignorarla, su tratamiento narrativo deliberadamente desordenado y su acumulación de tonterías no ayudan a digerir el conjunto.
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