Dirección Michal Kwiecinski Guion Bartosz Janiszwenski Fotografía Michal Sobocinski Música Robot Koch Intérpretes Eryk Kulm, Joséphine de La Baume, Victor Meutelet, Lambert Wilson, Theo Grundmann Brechet, Przemyslaw Kowalski, Karolina Gruszka, Kamil Szeptycki, Michal Pawlik, Claudia Fortunato, Roxane Le Texier Estreno en Polonia 10 octubre 2025
Excelente elección para clausurar la vigésimo segunda edición del Festival (de Cine Europeo) de Sevilla, una mastodóntica y espectacular recreación del París en el que disfrutó de la dolce vita el compositor romántico Frédéric Chopin. Todo un esfuerzo de producción asumido en solitario por la industria polaca, y una declaración de admiración, respeto y agradecimiento profundo a uno de sus hijos predilectos. Hay mucho academicismo en esta suntuosa producción, también algún atrevimiento aislado, como el grafismo, el guiño final o la música tecno ilustrativa. Si bien respecto a este último particular hemos de considerar que el cine histórico rara vez se ha ilustrado con músicas de su época, basta recordar el cine de romanos y sus bandas sonoras neorrománticas.
Michael Kwiecinski es un realizador muy respetado en Polonia, donde ha sido responsable de numerosas series televisivas, y algo de televisivo hay en esta película, aunque el director ha sabido darle el tratamiento necesario para que trascienda y compita con los más celebrados biopics musicales de la historia. En su anterior película, Al servicio de Reich, Kwiecinski ya contó con Eryk Kulm como protagonista. Ahora, el joven actor encara la difícil tarea de interpretar a un genio al que acecha la enfermedad, en forma de tuberculosis, lo que le hace afrontar el resto de su vida con cierto rigor y una mirada poco complaciente. De hecho, el film dobla su narrativa entre la pasión por la música, su trabajo, las fiestas a las que acudía para seguir en la brecha, y sus complejas relaciones sentimentales, con la condesa polaca Potocka, musa y amante, y la escritora George Sand, de quien posiblemente estuviera enamorado pero procurase mediante el rechazo evitarle el dolor de la muerte. Por cierto, el episodio mallorquín resulta para nosotros bastante frustrante, aunque respecto a la enfermedad parece que, aunque embrutecidos, tuviésemos más razón que los cultivados franceses.
La puesta en escena es extraordinaria, hay belleza en cada encuadre, cada decorado, cada vestido y cada fotograma digitalizado. La narrativa es fluida e interesante, aunque en su afán descriptivo olvide profundizar en los temas que toca, como la proximidad de la muerte o el genio de la creación musical. Por el camino, deambulan la admiración del último rey de Francia, Luis Felipe I (Lambert Wilson), el descubrimiento del joven y malogrado pianista Carl Filtsch o su amistad sincera y productiva con un apuesto Franz Liszt. Precisamente con una exhibición de virtuosismo entre ambos compositores y pianistas en la mítica Sala Pleyel de París, arranca la película. Llaman especialmente la atención las maravillosas recreaciones del proceso compositivo y sus clases magistrales de interpretación. Pero sobre todo destaca su música, no en vano el film acierta en sensibilidad culminando con la Mazurka op. 17 nº 4, imposible sustraerse a la emoción escuchando tan exquisita partitura.

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