viernes, 17 de enero de 2020

DIEMECKE Y GUTIÉRREZ ARENAS, UN GRAN BINOMIO

XXX Temporada de conciertos de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Adolfo Gutiérrez Arenas, violonchelo. Enrique Arturo Diemecke, dirección. Programa: Obertura para el Fausto criollo, de Ginastera; Concierto para violonchelo Op. 85, de Elgar; Sinfonía nº 2 Op. 43, de Sibelius. Teatro de la Maestranza, jueves 16 de enero de 2020

A priori era el joven violonchelista Adolfo Gutiérrez Arenas, nacido en Munich de padres españoles, el principal atractivo de este concierto. Pero de alguna manera fue el director mexicano afincado en Buenos Aires Enrique Arturo Diemecke quien nos sorprendió por su soberbia dirección y enorme disciplina e ingenio a la hora de estructurar y dar forma a las piezas programadas, no en vano se trata del actual director general artístico y de producción del Gran Teatro Colón de la capital argentina. Aparte dejamos la conveniencia de titular este programa en torno al V Centenario de la Vuelta al Mundo de Magallanes y Elcano, una ocurrencia del todavía director artístico de la orquesta, John Axelrod, que solo podríamos explicar por la procedencia de cada obra de un país distinto, Argentina, Reino Unido y Finlandia, lo que no es sino habitual en cualquier programa que suba a los atriles.

La batuta de Diemecke se empeñó a fondo con una vistosa y animada pieza de Alberto Ginastera, que sustituía a última hora la Obertura Colombo de Wagner, una ocasión única para descubrir esta página poco transitada del operista alemán. Por su parte el compositor argentino se inspiró en una representación del Fausto de Gounod para su Obertura para el Fausto criollo, imaginando cómo influiría en un campesino que descubriera así la ópera. Se trata de una pieza estructurada en tres partes como manda toda buena obertura, y que en los extremos parece un adelanto del ballet Estancia, su partitura más popular, compuesto antes pero estrenado después. Aquí la orquesta se empleó a tope, sin estridencias ni caos alguno, manteniendo en todo momento la claridad y el color, y con sensacionales prestaciones de los metales y la cuerda.

Un violonchelo en tono elegíaco

Acostumbrados a versiones más contundentes y si se quiere incluso ásperas, a veces hasta agresivas, del Concierto para violonchelo de Edward Elgar, su obra más programada junto a las Variaciones Enigma, pues hasta sus populares marchas de Pompa y Circunstancia frecuentan poco los auditorios, la versión del joven violonchelista Adolfo Gutiérrez Arenas deambuló por territorios más bucólicos y apesadumbrados. En sus manos el primer movimiento de este paradigmático concierto sonó conmovedor y contenido, casi una elegía que ilustrara la desolación de los campos de batalla tras la Primera Guerra Mundial, y que bien podría haber servido para acompañar las trágicas vicisitudes de los protagonistas de la recién estrenada película 1917. Por cierto, que el autor de su banda sonora, Thomas Newman, también ha optado por el violonchelo para coronar esta estilizada crónica bélica. La clave ya la dio Gutiérrez Arenas con un recitativo de arranque suavizado, no tan contundente como es habitual y como sí sonó al repetirse casi al final de la obra. Tras un correcto scherzo, algo menos vertiginoso de lo que mandan los cánones, un exquisito y muy sentimental adagio dio paso al desgarrador y bullicioso final, donde más apreciamos el timbre frágil del instrumento solista y el esfuerzo de una entregada y hermosísima batuta para no solaparlo. Por otro lado en las escalas ascendentes del grave al agudo Gutiérrez Arenas evidenció dificultades y cierta pérdida de tono y color. Más acorde a su particular estética estuvo la propina, un detalle que orquesta y solista brindaron al público en forma de Bosques silenciosos de Dvorák, dejando constancia de la buena sintonía entre ambos y de su capacidad para conmover y emocionar con su dulce y equilibrado sonido.

Sin embargo lo mejor estaría por llegar con Sibelius y su Sinfonía nº 2, entendida en su momento, justo después de su poema Finlandia, como un himno patriótico de liberación ante la opresión rusa. Un prodigio de oratoria que Diemecke entendió en toda su dimensión, extrayendo todo su potencial narrativo y expresivo a través de una lectura muy estudiada y perfectamente estructurada de la pieza, y sin partitura, como acometió el resto del programa. Todo un alarde de fervor y libertad romántica que el director defendió con una muy equilibrada dosificación de las emociones, resolviendo con sobresaliente su fragmentario primer movimiento y consiguiendo brillantes intervenciones de todas las familias instrumentales, muy especialmente las maderas. El resultado fue una apabullante Sinfonía nº 2, de estéticas pastorales en el allegretto inicial, sombrías en el andante, tempestuosas y agrestes en el vivacissimo central, y con un final absolutamente contundente y triunfal, siempre sin estridencias ni atisbo de vulgaridad, con magníficos metales y un resultado global excelente.

Artículo publicado en El Correo de Andalucía

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