No pretende ésta ser una reseña al uso del que quizás sea uno de los espectáculos operísticos más redondo, conmovedor y lleno de encanto de cuantos he asistido en mi vida. Se trata de una coproducción entre la Ópera Nacional Inglesa, la Ópera Nacional Holandesa y el Festival de Aix-en-Provence con algo más de una década de vida. No me he podido resistir a dejar escritas unas palabras por cuanto de sorprendente tuvo que tan sólo un día después del Nabucco del Maestranza de la argentina Christiane Jatahy, La flauta mágica del británico Simon McBurney contara con ingredientes tan similares, con tantas coincidencias con el montaje del Maestranza, y sin embargo los resultados fueran tan distintos. La principal diferencia es que mientras en el Nabucco todo giró en torno a epatar y saturar, despreciando en gran medida la propia partitura, en esta Flauta mágica todo estuviera ligado a potenciar y ensalzar la maravillosa música de Mozart.
Sólo un día después y el escenario de nuevo casi vacío - sólo una plataforma elevadiza como atrezzo con muchas posibilidades - mientras el trabajo de un supuesto ingeniero de efectos visuales a la vista se encargaba de ilustrar la escena con rótulos y objetos diversos diseñados sobre la marcha, además de enfocar libros y utensilios que sincronizados con los movimientos de los personajes, dieran el juego escénico que tan bien y de forma tan magistralmente teatral ideó quien tantas veces hemos visto en el cine (Misión imposible: Rogue Nation, La teoría del todo). Mientras, al otro lado del escenario, una igualmente supuesta ingeniera de sonido, se encargaba de reproducir algunos de los efectos de audio que se han incorporado a la partitura, otra coincidencia con el Nabucco sevillano.
Hay también grabación en video en directo, sin el desfase que tanto distrajo en el título verdiano, e intervenciones de parte del elenco en sala, especialmente Papageno fijando su atención romántica en una joven espectadora. Todo recubierto de un encanto mágico y conmovedor - a mí se me saltaron las lágrimas varias veces - y, sobre todo, logrando una narrativa nítida, entendible hasta para el público más joven. Momentos como el de Tamino y Pamina flotando literalmente en el agua, o añadidos cómicos como el que protagoniza Papageno con las botellas de vino, no hicieron más que enriquecer la propuesta y llevarnos a todos y todas al puro deleite.
Pero nada de esto hubiera sido suficiente sin un elenco que se lo creyera y apostara por el conjunto, ofreciendo lo mejor de sí a nivel canoro e interpretativo, y una batuta que exhibiera tanto empeño en que la magia no decayera y la música, a la que tan bien sirvió la escenografía y la estupenda dirección, sonara de manera tan celestial. Matthew Rose fue un Sarastro de voz muy profunda y equilibrada, Giovanni Sala ofreció con su aspecto juvenil un Tamino adorable, con una línea de canto ágil y fluida, Rainelle Krause mereció, ¡cómo no!, una fuerte ovación cuando entonó la famosa aria de la Reina de la Noche con la corrección esperable, y Gyula Orendt divirtió y conmovió a partes iguales con su enamoradizo Papageno escalera en mano. Por su parte, Brenton Ryan aportó a su Monostatos esa pizca de picaresca y sensualidad que el rol demanda, y la catalana Serena Sáenz bordó su Pamina con todo el encanto y la dulzura que le caracteriza, contando para ello con una voz dúctil y aterciopelada y una hermosísima presencia física. El resto, damas de la noche, sacerdotes y Papagena, colaboraron decisivamente al sensacional acabado al que la batuta de James Gaffigan y la Orquesta de la Comunidad Valencia, en un foso elevado para interactuar con los personajes, y el Coro de la Generalitat Valenciana supieron sacar todo el jugo, los colores y la aparente ligereza que habita en la partitura mozartiana.
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