Estructurada
en tres partes, en la primera la condesa asiste en compañía de dos amigos a una
representación de Don Giovanni en
París. Una ocasión que le hace reflexionar sobre cómo la mujer ha estado siempre supeditada al hombre, sus caprichos
e instintos de seducción. En un segundo capítulo, años después, intenta
llevar sus reflexiones al arte, descubriendo cómo a lo largo de la historia la mujer ha sido desplazada de la cultura
y relegada a funciones domésticas, de lo que apenas se salvan algunas
privilegiadas de rango noble. Finalmente, en la actualidad, alguien decide
terminar el trabajo de Díaz de Mendoza, estrenado pero perdido, en clave operística.
Lástima
que tan prometedor proyecto termine convirtiéndose en recipiente de proclamas que se nos antojan más ingenuas de lo deseable,
apoyadas en frases que no hacen sino subrayar lo evidente, forjando reflexiones
tan frecuentadas y recurrentes que apenas aportan nada nuevo. Iglesias se
esfuerza, Cánovas también, pero los
resultados son bastante pobres. Decididamente preferimos al Iglesias
compositor, ganador de doce Goyas y cuatro veces nominado al Oscar, que al
dramaturgo.
Aunque
hay hasta cuatro teatros y dos
festivales implicados en su producción, Don
Juan no existe no disimula su vocación humilde e intimista. La
experimentada Bárbara Lluch propone,
a través de la escueta escenografía de
Blanca Añón, en la que sobresale un tobogán por el que se desliza la tinta
derrochada por el talento prohibido de tantas y tantas mujeres, un continuo
paseo por un espacio rectangular, en
el que los personajes se abandonan a un continuo y fluido diálogo.
Con
citas continuas al Don Giovanni
mozartiano, la música de Cánovas se vale de un cuarteto de cuerdas, el muy
experimentado en música contemporánea Royal
String, y un conjunto de percusión y saxo, nuestro querido utrerano Manu
Brazo, todos y todas excelentes,
para dibujar líneas frecuentemente agresivas y agitadas, en un lenguaje
típicamente atonal. El uso de la
electrónica por parte de la propia compositora, echando a menudo mano de
grabaciones que multiplican el efecto de las palabras, y la discreta amplificación de todos los agentes,
provoca la estética moderadamente vanguardista que la pieza anhela.
Sachika Ito vuelve a demostrar lo cómoda que se siente en este tipo de repertorios,
prestando su potente y perfectamente
modulada voz a la condesa protagonista y la artista actual que repara en su
valía, un doble papel que en el estreno en Peralada hace un año encaró Natalia
Labourdette. Josep-Ramón Olivé, que
también intervino en el estreno del Real hace unos meses, encarna a la pareja
de la protagonista, y se desdobla en
blanca estatua de Don Juan, muy en estilo Comendador.
Una
lista de mujeres que lucharon por su visibilidad cultural y política, con un
muy elocuente efecto eco, casi a capela, potenció ese carácter didáctico que
tiene la obra, siempre desde esa óptica
ingenua que caracterizó a la función. Ingredientes
sin duda atractivos, bien sazonados, pero que en conjunto evidencian más
intención que buenos resultados, sin llegar a incentivar con la fuerza que el
contenido merece, y quedan finalmente en aguas
pantanosas, en este caso entintadas.
Porque
tampoco podía faltar que ella acabe ensuciada
hasta lo inaguantable, y por supuesto arrastrada por el fango negro, aunque
la disposición de filas y gradas poco ayudase a participar de esas licencias
dramáticas. Agradecemos que las pantallas donde se emitían los subtítulos
estuviesen en alto, aunque en este caso poca falta hacía, dada la perfecta dicción de los intérpretes,
especialmente de Sachika Ito.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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