La Joven Orquesta Nacional de España reemplazó por una vez a nuestra Sinfónica para responsabilizarse del concierto de clausura del curso de la Universidad Hispalense, y los resultados fueron sobresalientes. La institución académica revalidó así su apuesta y confianza por el talento joven, demostrado en su imprescindible apoyo a la espléndida Orquesta Conjunta, que de la mano de su director Juan García Rodríguez y sus sensacionales programas tantas satisfacciones nos da.
El ambiente de entrada era decididamente festivo, con el teatro lleno y mucho entusiasmo y respeto en sus gradas, que todo contribuye a crear la necesaria atmósfera en la que desplegarse la magia y la ilusión que ha de acompañar este tipo de manifestaciones. Al frente del buque insignia de la formación musical en nuestro país, con aportaciones de miembros de otras orquestas jóvenes gracias a programas de intercambio de la Unión Europea, encontramos la sorprendente y entusiasta batuta del también joven Jordi Francés, curtido en la música contemporánea y férreo conductor disciplinado e involucrado para propiciar los buenos resultados que obtuvo la formación a lo largo de todo el programa propuesto.
Sentimiento y sensibilidad
Centrado en el ballet ruso, la exhibición comenzó sin embargo haciendo concesión a nuestra tierra y a una fiesta que acaba de pasar, la tan señalada Romería del Rocío. En los atriles La procesión del Rocío, un breve poema sinfónico que Turina compuso en su período parisino, sostenido en fuertes contrastes de melodía y ritmo aunque con una orquestación farragosa y poco delicada. Francés solo erró al no controlar los planos sonoros, de forma que aún resultó más borrosa, pero dotó al conjunto de un considerable vuelo lírico y logró extraer grandes resultados de la percusión y las flautas.
Más responsabilidad exige el sublime Romeo y Julieta de Prokófiev, servido en una combinación de las dos primeras suites con el fin seguramente de dotarlo de mayor cohesión dramático musical. Mucho empuje y decisión en unos Montescos y Capuletos de ritmo decidido y arrogante, seguido de una deliciosa y saltarina, llena de dulzura y vivacidad, Julieta niña. Tras unas Máscaras resueltas con amplio sentido jocoso, se le notaron más las costuras a la Escena del balcón y la Danza del amor, en su arquitectura y armazón, porque en texturas y sensibilidad la cosa no pudo salir mejor, con aportaciones solistas excepcionales, por ejemplo al chelo. Un relajado y espiritual Padre Lorenzo dio paso a una endiablada y viril Muerte de Tebaldo. Toda una exhibición de madurez interpretativa tanto por parte del aguerrido director como de una muy talentosa joven plantilla.
Una consagración formidable
Si el Romeo y Julieta de Prokófiev necesita habitualmente las suites para sonar en concierto y que se preste así más atención a la música que a la danza, La consagración de la primavera de Stravinsky se suele interpretar directamente en concierto y es más raro disfrutarlo en su concepción original. Su fuerza primitiva exige una carga emocional tan prodigiosa que prácticamente nos conduzca al paroxismo. Así lo debió entender Francés y la orquesta para regalarnos una versión tan rabiosa, transparente y endiabladamente febril de esta fascinante página musical.
Ya desde una dilatada introducción al fagot, con magníficas prestaciones en los vientos, la joven plantilla, recordemos aún en formación, nos brindó un viaje inquietante a través de controlados acordes repetitivos y acentos sincopados, con una tensión cortante que nos mantuvo casi sin respiración durante sus cuarenta minutos de superposición ininterrumpida de tonalidades, acordes y ritmos. Un majestuoso, técnicamente impecable y delicadamente expresivo Vals de La bella durmiente de Chaikovski, despidió como propina un concierto inolvidable. La gran música en forma de jóvenes talentos volverá a saludarnos al final del mes gracias a la recuperación de Barenboim y la Orquesta del Diván.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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