Prácticamente se ha institucionalizado la comparecencia anual de Marc Sustrot frente a nuestra orquesta, siempre con un atractivo programa de música francesa bajo el brazo, excepto el año pasado en el que el protagonista fue Beethoven y su Sinfonía nº 8. Con los maestros del impresionismo Sustrot ha llegado a un punto de depuración que le hace merecedor de ocupar un puesto a la altura de Plasson o Martinon; pero en esta ocasión la sorpresa la dio con dos obras poco frecuentadas, estrenos absolutos en Sevilla.
La impresión que desde hace tanto nos causaba la sección de metales de la ROSS ha mejorado sustancialmente desde que hace sólo cuatro días el conjunto Royal Brass Quintet nos ofreciera en el ciclo de cámara de la orquesta un excelente recital de precisión, dominio y sensibilidad, corroborado ahora con unas espectaculares prestaciones en las Fanfarrias litúrgicas del compositor francés Henri Tomasi. Aún siendo tonal se trata de una música de escritura muy avanzada en la que los aficionados al cine encontramos precedentes de la épica romana de Rózsa, las aventuras orientales de Herrmann o el misticismo de Newman. Con la joven y brillante Nuria Leyva (trompeta) como única representante femenina, el conjunto de metales y percusión desarrolló un trabajo impecable, lleno de fuerza y expresividad que Soustrot dosificó de forma magistral.
Gracias a un atractivo diseño, el programa continuó con una obra sólo para cuerdas, la Sinfonía nº 2 de Honegger, uno de sus mayores logros compositivos junto a la Sinfonía nº 3, Pacific 231, Rugby y sus bandas sonoras para películas como Napoleón, Pigmalión o Los miserables. Como tantas otras obras para cuerdas del S. XX, su composición fue promovida por Paul Sacher para su Orquesta de Cámara de Basilea, reflejando toda la angustia posible suscitada por la guerra en Europa. Soustrot acertó en captar todo el carácter sombrío de la introducción, la agresividad posterior, la ausencia de esperanza en el lúgubre adagio, su tempestuoso final y la optimista conclusión, con una dirección electrizante, dramática y muy atenta a su compleja polifonía y claridad instrumental.
Ravel ocupó toda la segunda parte del concierto, con las archiprogramadas Pavana para una infanta difunta y el Bolero. De la primera potenció su sensibilidad extrema, prestando especial atención a volúmenes y dinámicas, con el fin de recrearla con un exquisito regusto de resonancias pastorales. El Bolero se ha convertido en caballo de batalla de la orquesta, intensificando su carácter hipnótico y exhibiendo, salvo en muy contados resbalones, una depuración formal admirable. Soustrot subrayó su capacidad de seducción y su final grotesco. Completando el trío raveliano y de paso el de novedades, la Sinfónica interpretó Le tombeau de Couperin, concebida por el autor para homenajear a sus compañeros caídos en la Gran Guerra, pero sin ahondar en el dramatismo de la ocasión como Honegger, sino más bien en una volátil y grácil placidez que Soustrot tradujo en elegancia, evocación y tan exquisita como infinita atención al detalle.
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