Italia-Francia-Suiza-Reino Unido 2015 118 min.
Guión y dirección Paolo Sorrentino Fotografía Luca Bigazzi Música David Lang Intérpretes Michael Caine, Harvey Keitel, Rachel Weisz, Paul Dano, Jane Fonda, Alex Mcqueen, Tom Lipinski, Madalina Ghenea, Poppy Corby-Tuech, Emilie Jones, Mark Kozelek, Rebecca Calder, Anabel Kutay, Ian Keir Attard, Paloma Faith, Roly Serrano
Estreno en el Festival de Cannes y en Italia 20 mayo 2015; en España 22 enero 2016
Paolo Sorrentino comenzó a despuntar como un director de cine con una personalidad propia con títulos como Las consecuencias del amor y El amigo de familia. Pero su estilo absolutamente personal, innovador y hasta provocador llegó de la mano de Il Divo, una crónica ácida y grotesca del ex jefe de gobierno italiano Giulio Andreotti, al que siguió su primera incursión en cine americano, la desastrosa y hasta horrorosa Un lugar donde quedarse, con un histriónico Sean Penn como protagonista. Con La gran belleza consiguió sin embargo convencer a prácticamente todo el mundo, público y crítica, con una visión decadente de su país, y por extensión del mundo en el que vivimos, que se erigió en reverso de La dolce vita de Fellini. La juventud es la consecuencia lógica de aquel éxito sin paliativos; un nuevo ejemplo de voracidad de la maquinaria cinematográfica de Hollywood, que una vez lo catapultó a la gloria definitiva con el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, se lanza a proponerle otra revisión de un clásico felliniano, esta vez Ocho y medio, y pone a su alcance todos los medios y facilidades posibles, reparto internacional de lujo incluido. Y es que aunque rece como coproducción europea, se nota la mano americana en este proceso en el que, como tantas otras veces, Hollywood busca el prestigio y la calidad de Europa, siempre mitificada por la acomplejada industria norteamericana. Y nada mejor que encontrarlo en estos cineastas que de vez en cuando sorprenden en el panorama internacional; lo hicieron con Vittorio de Sica y lo intentaron sin éxito con unos resistentes Fellini o Truffaut. Como consecuencia donde en La gran belleza había puro genio y naturalidad, aquí hay impostura y falta de ideas originales además de un empeño generalmente estéril por emocionar a toda costa, por mucho que en el conjunto se puedan apreciar evidentes virtudes. Sorrentino ofrece no obstante un entretenimiento de primera categoría con una estética cuidadísima al máximo, en el que imagen y música se dan la mano con vocación de videoclip de largo metraje y contenido intelectual. Las canciones de Mark Kozelek, The Retrosettes o Paloma Faith, algunas interpretadas en un sugerente escenario rotativo, se dan la mano con la música de Stravinsky y Mercadante o las composiciones originales de David Lang, una de las cuales, Simple Song #3, interpretada por la BBC Concert Orchestra y la soprano Sumi Jo, ha terminado por convertirse en la única recipiente de las candidaturas a premio a un lado y otro del Atlántico, al margen de los tres máximos galardones conseguidos en los últimos premios del Cine Europeo (película, director y actor para Michael Caine). La breve y grotesca intervención de Jane Fonda también ha tenido sus reconocimientos, pero se ha apeado definitivamente de los palmarés. Y todo este torrente musical ilustra unas cuidadísimas imágenes en interiores y exteriores de un lujoso balneario en los Alpes suizos, donde dos eternamente amigos, un director de orquesta y otro de cine, se reencuentran para recordar antiguas batallitas y ser conscientes de las limitaciones de la edad. Un Marcello Mastroianni desdoblado en dos, Michael Caine y Harvey Keitel, que ha mudado su crisis creativa por otra existencial. Pero Sorrentino no alcanza a dibujar con acierto estas crisis vitales, que se antojan tópicas y archiconocidas, con paradas en la próstata, el deseo ya difícil de satisfacer, las deudas con el pasado, el amor de juventud que marcó (idea ya suficientemente desarrollada en la más sincera La gran belleza), y lo que es peor, la moda de incluir largos reproches de las hijas despechadas contra sus progenitores genios, como en Birdman o Steve Jobs, aquí en boca de una radiante Rachel Weisz, que a pesar de lo maniqueo de la situación logra en esa secuencia un lucimiento evidente. El objeto del deseo lo personifica la voluptuosa Madalina Ghenea, que protagoniza dos de los momentos más lúcidos de la función, uno onírico en la Plaza de San Marco de Venecia y otro dialéctico con Paul Dano. El resultado es una película estéticamente espléndida, cómicamente irregular y filosóficamente fallida, aunque al menos entretenida y con aciertos tan divertidos como ese Roly Serrano interpretando a Maradona.
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