Los títulos de ballet que nos ofrece el Maestranza cada comienzo de año se repiten continuamente. El Cascanueces, El lago de los cisnes y Giselle han sido los últimos en representarse después de habernos visitado cada uno en más de una ocasión. Otro tanto ocurre con Romeo y Julieta, cuya última aparición tuvo lugar en 2007 a cargo del Ballet Nacional de Hungría. Sin embargo la tónica general suele ser la del espectáculo más o menos brillante pero decididamente rancio, con escenografías y vestuarios que parecen sacados del baúl de repertorio, y coreografías absolutamente fieles a los cánones tradicionales, cuando no directamente inspirados en los maestros clásicos y ya legendarios. No ha sido el caso de este espectacular montaje del ballet, un brillante trabajo que combina la danza y el teatro de primera calidad con un respeto considerable a la dramaturgia musical que propone la imprescindible partitura de Prokofiev a partir del popular drama shakespeariano.

El baile desencorsetado, ágil y dinámico del conjunto lo aleja del típico producto para lucimiento de solistas, aunque éstos tengan generosas oportunidades de lucir su talento. Así, los dúos del balcón y final de la muerte de los amantes son de una sutileza y una belleza rutilantes, mientras el paso a tres con el Padre Lorenzo, personaje revitalizado en esta versión de Cauwenbergh, es absolutamente maravilloso. Otro personaje también destacado es el de la nodriza, cuya complejidad obliga a contar con dos bailarinas alternativas para las cuatro funciones programadas. Ella, Yusleimy Herrea, el personaje de Tebaldo, el corpulento y elegante Moisés León Noriega, y la propia Julieta, Yanelis Rodríguez, demuestran la pujanza de la danza cubana en una compañía con una clara vocación internacional en sus filas. Breno Bittencourt como Romeo no sólo destaca por su flexibilidad y buen gusto en piruetas, gestos y figuras, sino también una poderosa fuerza interpretativa, evidente en la muerte de Mercucio, uno de los momentos de mayor tensión dramática de la obra. Éste, interpretado por Wataru Shimizu, compone junto al Benvolio de Davit Jeyranyan una pareja de enorme efectividad, exhibiendo fuerza viril y vis cómica a raudales. Bailes que sin merecer el apelativo de danza contemporánea, se alejan sin embargo del referente clásico más rancio y previsible para tejer un mundo de sensaciones nuevas y libres en un espectáculo que aúna buen teatro, excelente música y estimulante danza en la que no falta ni un impresionante saltimbanqui. Sin duda uno de los mejores ballets de reyes que recordamos.
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