Vivaldi es hoy un compositor tan admirado como lo fue hace décadas despreciado. Pocos se atreven en la actualidad a negar sus virtudes y excelencias, de la misma forma que también eran pocos quienes durante la primera mitad del pasado siglo se atrevían a defenderlo. Y sin embargo no es una mera cuestión de modas, más bien de desconocimiento. El olvido del que fue pasto durante tanto tiempo propició que se desconfiara de su mérito, algo que se ha ido superando con el paulatino descubrimiento de piezas tanto instrumentales como vocales, aglutinando lo que hoy se nos antoja una obra inabarcable. Giauliano Carmignola ha cimentado su carrera apoyándose fundamentalmente en el estudio, el análisis y la interpretación de la música del prete rosso, lo que no le ha impedido especializarse también en otros compositores de la época como Locatelli o Tartini, e incluso adentrarse con éxito en el universo clásico de Mozart, Haydn y hasta unos jóvenes Schubert y Mendelssohn, como demostró en la 28ª edición del FeMÁS también junto a nuestra orquesta barroca. Su autoridad en Vivaldi resulta por ello incontestable, y sin embargo puede no resultar del agrado de todos y todas.
Su propuesta junto a la formación fundada por Ventura Rico se centró en una serie de conciertos no enmarcados ni en las famosas colecciones con título del compositor de Las cuatro estaciones (L’stravaganza, L’Estro armonico o Il cimento dell’armonia e dell’invenzione por poner algunos ejemplos) ni con las que se engloban con un número de opus. Una selección ciertamente insólita y rebuscada de entre la ingente cantidad de piezas creadas en su mayoría para el violín por el autor veneciano. En otras ocasiones hemos destacado el inconveniente de dedicar un concierto entero a un solo compositor, lo que en el caso de Vivaldi, en el que los esquemas armónicos y registros se repiten muy a menudo, acentúa su carácter monótono. Concebido con un tono teatral evidente desde la apertura con la Sinfonía RV111, el propio Carmignola potenció esa teatralidad exhibiendo su malestar por la fuerte iluminación y el calor que ello le provocaba. Personal y sinceramente creemos que se podía haber ahorrado ese exhibicionismo a veces incluso histriónico, por respeto al público y por no contagiar los resultados musicales del evento. En compensación puso la nota simpática al emular los acordes del Gran Vals de Tárrega que sirven de base para un conocido tono telefónico cuando éste sonó merced al despiste y falta de consideración de un asistente del público.
Carmignola atacó estos conciertos desde el virtuosismo técnico, alardeando de agilidad y flexibilidad en el fraseo y haciendo uso de ornamentaciones basadas en el buen gusto, el equilibrio y la creatividad. En cuanto a lo expresivo se decantó por una visión áspera y austera de las obras, perjudicando su belleza tímbrica y armónica, y supeditando en tal grado el trabajo del resto de los miembros de la orquesta que prácticamente la empobreció. Así fue al menos durante la primera parte, justo en la que más mostró su incomodidad ante unos focos que por otro lado ya debían serle familiares. Porque en la segunda emergió la orquesta que conocemos, con menos interrupciones entre movimientos para afinar y un mayor empuje incluso en la cuerda grave, que tan mermada nos pareció en la primera mitad, alcanzándose ese brillo al que nos tiene acostumbrados y al que por fin pareció plegarse un Carmignola que se lució especialmente doliente y moderadamente temperamental en los sentimentales largos. No es cuestión a estas alturas de discutirle su excelencia en el instrumento y el autor, pero confiábamos que nos dejara más satisfechos esta anhelada comparecencia.
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