Música con referentes pictóricos o naturales protagonizaron el decimocuarto programa de abono de la Sinfónica, que supuso el reencuentro con ese gran señor del arte pianístico que es Joaquín Achúcarro, tan querido como admirado por el público sevillano, así como el descubrimiento para nuestra orquesta y público de un director finlandés de extraordinario refinamiento y sutil expresividad. El aperitivo fue una de las obras más divulgadas del compositor sevillano Manuel Castillo, ya interpretada por la ROSS en el concierto de apertura del curso académico 2010-2011 de la Universidad de Sevilla en el Auditorio de Ingenieros bajo la dirección de Juan Luis Pérez. Haciendo honor al estilo del músico de la Generación del 51, neoclásico, introspectivo y espiritual, los Cuadros de Murillo, compuestos por encargo de la Diputación para celebrar en 1982 el tricentenario de la muerte del pintor también sevillano, supone una conservador ejercicio de contemplación de una determinada iconografía religiosa, que se mueve entre la contención mística en la línea de un Taverner, con ocasionales rupturas de tono y ritmo, que Okko Kamu defendió con delectación, sentido generoso de la espiritualidad y una cuerda sedosa de líneas perfectamente marcadas y definidas.
Achúcarro ofreció su particular versión del que muchos consideran el más importante concierto español para piano, Noches en los jardines de España, aunque en realidad se trata de una serie de nocturnos cuyo acompañamiento orquestal fue sugerencia de su dedicatario, Ricardo Viñes. Influido por el impresionismo francés de Debussy y Ravel y, como otros trabajos de Falla, por la música de Stravinsky, exige una lectura flexible y atenta al teclado, cuya gramática inspirada en la guitarra exige una gran capacidad para las filigranas, los trinos y los arpegios. Nada de eso se le resistió al excelente pianista, que no ha perdido nada de su talento y habilidad, y mucho menos de su sensibilidad. Su porte sincero, generoso y agradecido nos conmovió hasta casi hacernos saltar las lágrimas. Hay poca gente a la que poder admirar tanto como profesional, artista y ser humano, y Achúcarro pertenece al grupo de los que más lo merecen. Su ejecución de un nocturno de Scriabin para la mano izquierda fue portentosa en habilidad técnica, sensibilidad y emoción. La batuta supo adaptarse como un guante a la sutil paleta de colores que propone el delicado ciclo de Falla, consiguiendo imbuirlo de estremecimiento, brío y encanto.
Su lectura del archiconocido y achiprogramado Cuadros de una exposición de Mussorgsky, en su más recurrente versión orquestal de Ravel, fue apoteósica y ejemplar. Sólo la tuba y los fagots en Bydlo, descompasados de la cuerda, empañaron una interpretación perfecta. Por lo demás Kamo sobresalió en elegancia sin atisbo de esa exageración a la que es propicia la obra. El director supo combinar los pasajes más endiablados (Gnomo, Baba Yaga), los más ligeros (Las Tullerías, El mercado de Limoges), los más siniestros (El viejo castillo, Las catacumbas), y los cómicos (Los polluelos, Los judíos) con una especial atención al matiz y el detalle, paladeando cada nota y expresión hasta alcanzar el éxtasis épico y acústico en La Gran Puerta de Kiev. Puede que fuera la mejor interpretación de la pieza jamás oída en el Maestranza.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía el 3 de mayo de 2014
Me encantó el concierto en general. El pianista excelso.
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