La Sinfónica Conjunta de la Universidad y el Conservatorio Manuel Castillo sigue siendo esa luz de esperanza e ilusión que inspira a cientos de jóvenes intérpretes de la ciudad desde su debut hace ahora exactamente cuatro años. Pero no todos sus conciertos resultan igual de satisfactorios; esta primera cita de la quinta temporada ha sido precisamente una de las menos logradas. Sea de manera puramente ocasional o por alguna razón relacionada con el estudio y la excelencia, lo cierto es que abordar al compositor que da nombre al conservatorio y atreverse con un genio tan particular y complejo como Bruckner se antojaba una empresa difícil y ambiciosa, a pesar de que ya en su primera temporada lograron llevar a buen puerto la Sinfonía nº 8 del autor austriaco.
No cabe duda de que detrás sigue habiendo un enorme esfuerzo, manifestado a través de la batuta siempre ágil e inquieta de Juan García Rodríguez. En este concierto dedicado a última hora a quien fuera catedrático de dirección coral, Ricardo Rodríguez, fallecido justamente el día antes, los jóvenes instrumentistas arroparon sin desgana pero con numerosos desaciertos en forma de deslices, puntuales faltas de cohesión y caídas de tensión, a la profesora de piano del conservatorio Auxiliadora Gil, que con notable sentido acrobático completó un Concierto nº 1 del compositor sevillano en el que brilló más la forma que la expresividad. La pieza, inspirada en la tradición centroeuropea, especialmente la húngara presidida por Bartók y continuada por Rózsa, contó con una dirección enérgica que no fue suficiente para mantener una gramática clara y precisa de la pieza. Gil por su parte exhibió una técnica gimnástica sin alcanzar el nivel de sutileza que demanda la partitura.
De las diversas modificaciones que Bruckner realizó de su Sinfonía nº 2, García Rodríguez eligió la definitiva y más difundida de 1877. Música poderosa y vigorosa que sólo encontró respuesta parcial entre los intérpretes, con texturas más bien ásperas y frecuentes deslices que afectaron al equilibrio de la obra, por mucho que la batuta insistiera en elocuentes silencios y juegos dinámicos. Sólo los tutti heroicos, como en el scherzo o el finale, lograron hacer justicia a la obra. Entre los solistas triunfó el clarinete en la difícil conclusión del adagio, por otra parte poco dulce y meditado. Por el contrario muy logrado el carácter ensoñador del ländler central en el scherzo y la participación de los timbales en el mastodóntico finale. Puede que a Bruckner no le hubiera convencido esta interpretación, pero seguro que lo hubiera compensado con la emoción que inspira la hermosa juventud.
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