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Brindley Sherratt y Jacques Imbrailo |
Hay en la dirección escénica de la también británica Deborah Warner más pros que contras, pues se nota su dominio de la escena, fundamentado sobre todo en sus numerosos trabajos para Shakespeare, con un diseño del movimiento ágil y convincente, tanto en los continuos cuadros de masas como en los más íntimos y recogidos encuentros entre dos o varios personajes. Un trabajo teatral bien articulado, nada rancio y muy sugestivo, aunque el aspecto sexual se haya reprimido considerablemente, limitándolo a un par de sugerentes roces y a los mensajes entre líneas del libreto del autor de Pasaje a la India y Una habitación con vistas. Para ello Warner ha contado con una espléndida escenografía de Michael Levine, deudora en ciertos aspectos de la de Francesca Zambello para la producción del Covent Garden de 1995, en la que una plataforma volante sube y baja generando a un mismo tiempo un doble nivel narrativo y un efecto opresor para los marineros que se hacinan sucios e incómodos en las bodegas del barco. Un decorado más conceptual que realista, en el que cuerdas y velas evocan un paisaje tan marino como carcelario. Y cuenta además con un elenco, también británico en su mayoría, con lo que la producción del Real en colaboración con otros coliseos europeos procura arriesgar lo menos posible, que se revela no sólo eficaz en el aspecto canoro sino también en el dramático. La pega se la ponemos al vestuario, pues mientras Britten cambia la época del drama de Melville para ambientarlo a finales del siglo XVIII con el fin de reflejar los nuevos aires para los derechos humanos que supuso la Revolución Francesa, los uniformes más contemporáneos con los que Chloé Obelinsky viste a sus oficiales no aportan nada a la dramaturgia, y una vez más añaden anacronismos innecesarios a la narración.
En el aspecto estrictamente musical el espectáculo resultó muy satisfactorio a nivel vocal y no tanto en lo instrumental. El director musical del Real, Ivor Bolton, también inglés, puso mucho empeño y oficio en su trabajo como director, procurando infundir en la orquesta el empuje y la agilidad que la partitura exige, que sin ser atonal debe mucho al expresionismo eslavo cultivado dos décadas antes por compositores como Janacék (Katia Kabanova) y Shostakovich (Lady Macbeth de Minsk), lo que exige por parte de la orquesta una capacidad para emocionar y evocar estados de ánimo que no siempre acertó a trasmitir. Únicamente en los pasajes más líricos confiados a la cuerda se logró ese nivel de emotividad, mientras los más turbulentos y los únicamente descriptivos se resolvieron de forma esquemática y poco fluida, con aportaciones en los metales rozando lo decepcionante. Y es que la Sinfónica de Madrid no es precisamente la mejor de nuestras orquestas, y la acústica del Real se nos sigue antojando seca y poco proclive al relieve ambiental que un título como éste en especial demanda. Por su parte el tenor sudafricano Jacques Imbrailo da perfecta talla física al personaje, con exhibición gimnástica incluida que le obliga a cantar satisfactoriamente subido a una cuerda o tumbado en escorzo. En lo vocal su sedosa y bien proyectada voz logró en su plegaria final, Look, un efecto cautivador, mientras el bajo Brindley Sherratt afrontó su Claggart con una estética avibratada pero altamente turbadora en fraseo y modulación. Por su parte, el tenor Toby Spence aportó el carácter nostálgico y melancólico que su personaje requiere, empatando en potencia y capacidad expresiva con sus compañeros de batalla. El resto del elenco deambuló entre la calidez del veterano Christopher Gillet, la energía contagiosa de Duncan Rock, la estimulante solvencia de Clive Bailey, que ya dio vida al compañero de fatigas Dansker en la grabación de Richard Hickox de 2000 que tuvo como protagonista a Simon Keenlyside, y el eficaz trabajo contrapuntístico de los tres oficiales que condenan a Budd, con el barítono holandés Thomas Oliemans a la cabeza. Magníficas las voces masculinas del Coro Titular del Teatro Real, especialmente en Deck Ahoy! al principio del segundo acto, y eficientes también los Pequeños Cantores de la Comunidad de Madrid, en esta oportunidad única de disfrutar de la excelente música del autor de War Requiem en su versión revisada de 1960, tan escasamente difundida en escena (grabaciones hay unas cuantas), aunque con esta producción en la que intervienen varios teatros importantes de Europa, quizás encuentre nuevos vientos con los que navegar.
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