Guión y dirección Barry Jenkins, según la novela de Tarell Alvin McCraney Fotografía James Laxton Música Nicholas Britell Intérpretes Trevante Rhodes, Ashton Sanders, Alex R. Hibbert, Mahershala Ali, Naomie Harris, Janelle Monáe, André Holland, Jharrel Jerome, Jaden Piner, Patrick Decil, Duan Sanderson Estreno en el Festival de Toronto 10 septiembre 2016; en Estados Unidos 18 noviembre 2016; en España 10 febrero 2017
Menos mal que Barry Jenkins, tras una larga carrera como cortometrajista y un solo largometraje anterior en su haber, Medicine for Melancholy, no ha necesitado más de quince años para rodar su multipremiada y alabada película, aunque resulta tan pretenciosa y errática como Boyhood de Richard Linklater. Y es que narra, como aquella, las vicisitudes de un joven desde su infancia hasta su toma de conciencia con el mundo y consecuente llegada a la madurez física, emocional y sentimental. Pero Jenkins ha contado para ello con tres actores que dan vida al mismo personaje en su niñez (Hibbert), adolescencia (Sanders) y madurez (Rhodes), razonablemente parecidos los dos primeros, nada que ver con ellos el tercero. Y es que el personaje no sufre progreso alguno a lo largo de sus casi dos horas de metraje y más de diez años de vida, salvo en el aspecto físico, tras un conveniente paso por el gimnasio, uno de los pocos refugios que según parece tienen los afroamericanos en una tierra tan soleada y alegre como Florida. Suponemos que los otros dos son la mafia del narcotráfico y la cárcel. De mirada taciturna y comportamiento autista, el protagonista no es capaz de absorber en toda la película ni una sola enseñanza de las que le proporciona la experiencia y la suerte de toparse con unos seres extraordinarios capaces de suplir con creces sus carencias familiares y emocionales. Mira que tiene oportunidades el chaval de mejorar su vida y psicología, pero ni al novelista ni al director les parece oportuno que lo haga, forzando unos personajes además tan reprochables como narcotraficantes de sensibilidad exquisita, moralidad intachable y valores supremos. Igualmente es forzada la relación sentimental del protagonista a lo largo de todo este tiempo, sin correspondencia y con consecuencias tan extremas como poco convincentes, más cuando acaba transformándose, profesional y físicamente, en lo que se convierte. Cierto que todo está rodado con mucho gusto, una fotografía esmerada, momentos tan bellísimos como la lección de natación en el mar, interpretaciones impecables, una música puntual y amable, y un sentido del ritmo y el entretenimiento irreprochable; todo lo cual la hace medianamente disfrutable, y delata su vocación de gustar a todos y todas. Pero cuando llega la redención y el consuelo, ha pasado demasiada tragedia sin motivo ni razón, en ese tono azul tristón que sirve de metáfora a una película de negros bañados por la luz de la luna. Menos mal que a pesar de todo no llega a los extremos de calamidades tan vergonzosas como aquella otra película de afroamericanos también hiperreconocida hace unos años, Precious.
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