Cada época del año es una ocasión para celebrar algo, y hacerlo a través del cine es ideal, sobre todo cuando otras vías están vetadas por la situación excepcional que estamos padeciendo. Cada año por estas fechas celebramos la diversidad a través del colectivo LGTBI. La visibilidad de este colectivo es una cuestión que nos preocupa todo el año y en todo momento, pero bien está reservarnos también una determinada fecha para convertir esa lucha de décadas en una fiesta y un orgullo. Igual que la multiculturalidad y la multirracialidad, la diversidad sexual y de género enriquece nuestro ambiente, nos hace más felices y permite que esta vida ridícula que apenas representa nada en un universo tan extenso que todo lo que lo habita es inimaginablemente minúsculo, tenga más sentido y merezca más la pena disfrutarla.
Estos días he celebrado esta diversidad colorista y divertida con un clásico, un documental más cinéfilo que gay, un descubrimiento reciente y especialmente una serie de la que a pocos capítulos me he convertido en un defensor a ultranza. Los chicos de la banda, El celuloide oculto, 1985 y Pose son sus títulos.
Vi Los chicos de la banda la película de William Friedkin, el director de French Connection, El exorcista y A la caza, por primera vez cuando aún era muy joven para comprender el universo que retrataba. La he vuelto a ver ahora y me he rendido a sus méritos, tanto cinematográficos como extracinematográficos. Parece mentira que ya en 1970 una obra teatral, en la que está basada la celebrada película, pudiera ser tan explícita y encajar tantos personajes homosexuales y sus distintas problemáticas. Un variopinto grupo de amigos se reúne en el ático neoyorquino de uno de ellos para celebrar el cumpleaños de otro, a los que se unen un joven chapero que contratan como regalo especial para el homenajeado y el excompañero universitario del dueño del piso, que parece esconder un secreto que le atormenta y pudiera estar relacionado con una potencial homosexualidad. En ese contexto conocemos al afeminado sarcástico, el dandy incómodo con su condición, la pareja que afronta ya entonces el poliamor, siendo uno de ellos un padre de familia divorciado tras asumir su condición, y el nada amanerado que vive su homosexualidad con total naturalidad, en el que quizás es el personaje que redime toda la ensalada de traumas reincidentes en este tipo de producciones, aunque la que tratamos sea absolutamente pionera. Un trabajo actoral de primera, un guion brillante y una puesta en escena sobria capaz de afrontar su origen teatral sin complejos, consiguen un film apasionante tanto por la clarividencia con la que aborda temas todavía candentes y que preocupan a mucha gente aun en la actualidad, cincuenta años después, como por el documento histórico que representa.
En El celuloide oculto de Rob Epstein y Jeffrey Friedman, se considera este trabajo de Friedkin como reaccionario, y que deja en mal lugar a la comunidad como un contenedor de traumas, miserias y dificultades. Pero el personaje al que hacíamos referencia en último lugar desacredita esa consideración, abriendo un enorme ventanal de aceptación y naturalidad a un fenómeno que no es sino una regla más de esta fascinante Naturaleza a la que tantas veces damos la espalda. Se trata de selección natural, de mera diversidad y opción para ser felices y así transitar nuestra existencia con la mayor naturalidad posible. El documental de Epstein y Friedman llegó a las salas comerciales a mitad de los noventa del siglo pasado, en plena crisis sanitaria por el VIH. Para cualquier cinéfilo es una gozada por cuanto realiza un viaje a través de la historia de Hollywood y cómo ha afrontado la homosexualidad desde el cine mudo hasta la época de su realización, desde ser pretexto para el humor hasta los doble sentidos, como la amistad entre Mesala y Ben Hur en la cinta de William Wyler, o las estrellas ambiguas como Greta Garbo o Marlene Dietrich.
El año de su realización hacía diez que el sida saltó a las portadas de todos los noticiarios con la muerte de Rock Hudson. Rápidamente las corrientes religiosas extremas lo consideraron un ajuste de cuentas de Dios con una aberración natural, un producto del vicio y la depravación. Pero lo cierto es que esta enfermedad causó muchísimas víctimas y por extensión muchísimo dolor, que tuvo que añadirse al hecho de que se contrajera simplemente por reivindicar un rol de género, amar o simplemente disfrutar de esa efímera vida que todos tratamos sea lo más gozosa y feliz posible.
En la película 1985, del militante norteamericano Yen Tan, un joven se enfrenta a su familia, de profunda tradición católico irlandesa, a la hora de confesar su homosexualidad y las consecuencias que le ha acarreado. El film repite esquemas y situaciones muchas veces vistas en pantalla, pues no podemos olvidar que la mayor parte de las producciones de este tipo versan sobre la dificultad para aceptarse y ser aceptados. Sin embargo la originalidad reside esta vez en la incapacidad del protagonista para comportarse sinceramente y compartir con sus seres queridos lo que sin duda merecen, independientemente de cómo puedan reaccionar, sobre todo cuando hay alguien en la familia que puede aprender mucho de esa valentía y generosidad. Al fin y al cabo si la distancia ya está marcada, pues mejor que tenga un motivo preciso para trazarla. El trabajo de Virginia Madsen como madre, una vez más comprensiva y generosa, destaca por encima del resto de sus compañeros de reparto.
De ese dolor por la pérdida de seres queridos y de lo mucho que hizo sufrir esa letal enfermedad en pleno apogeo habla y muy bien, sin estridencias ni excesos melodramáticos, la impactante serie de televisión Pose, cuya tercera temporada está en el aire por culpa de la pandemia. En esta espectacular serie las protagonistas son transexuales o travestís, latinas, negras y pobres, ¿alguien da más? Naturalmente se trata de un producto de evasión y no es cuestión de cargar las tintas, de manera que el escenario son las sesiones que a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa se realizaban en espacios de Brooklyn y el Bronx, en las que se desfilaba a ritmo de música disco para alcanzar retos basados en la moda, el disfraz, el glamour y la solidaridad, que al final es el ingrediente fundamental de esta emotiva serie. Desarraigados y desarraigadas de sus familias y comunidades, en Nueva York mucha de esta gente encontró familias alternativas donde el respeto, la ayuda y la motivación parecían ser los motores imperantes, al menos así lo cultiva la protagonista MJ Rodríguez, prodigio de sentimiento, fuerza y decisión, mater amatísima en todos los sentidos. Alrededor de ella el glamour de la bellísima, divertida y sarcástica Dominique Jackson y la singular delicadeza de Indya Moore, además de un portentoso Billy Porter como maestro de ceremonias que afronta la mayor carga dramática de la serie, y los jóvenes Ryan Jamaal, Dyllon Burnside y Angel Bismarck completan este retrato humano y sentimental en el que prevalece la lentejuela y la alegría para equilibrar su tono reinvindicativo y amargo a veces, a través de un baile, el Vogue, que Madonna hizo famoso en todo el mundo a mitad de la época retratada en el film. Pura celebración de la diversidad, que nos abre la mirada a otro tipo de gente, que vive con orgullo y satisfacción su condición, procurando ser felices, no autoengañarse y aportar felicidad a quienes les rodean. Al fin y al cabo debería ser nuestro único lema en esta ridícula pero maravillosa vida.
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