Es frecuente que la música francesa se programe, e incluso se grabe, como un bloque en las salas de concierto. Programas impresionistas o románticos, a veces incluso vanguardistas, que se integran exclusivamente por autores galos, como en esta ocasión y tantas otras en el pasado reciente bajo la batuta de Marc Soustrot, otro de los directores de la antigua agenda que se han caído de la programación como consecuencia del cambio de dirección artística. Una pena, porque algunos esteban muy familiarizados con la plantilla y extraían de ella muy buenos resultados. Afortunadamente no hubo nada que lamentar ante el rendimiento de la orquesta frente al maestro de Besançon Philippe Bender. La suya fue una dirección clara y precisa, tan reflexiva como aparentemente espontánea, rica en matices y, como rezaba el programa, colorista.
Y eso que no empezó demasiado bien, pues la Obertura de la ópera de Offenbach La vida parisina pedía más frivolidad y picardía para retratar ese ambiente de belle époque de las calles y garitos de París, ciudad donde tuvieron lugar con pocos años de diferencia los estrenos de las tres piezas recreadas en este concierto. Su lectura de esta obra desenfadada y ligera nos pareció por el contrario pesada y algo farragosa; sin embargo con La Arlesiana todo fue transparencia y riqueza melódica, deparando una interpretación fresca de estas dos suites algo endebles en términos musicales. Entre el apasionamiento de los pasajes heroicos y enérgicos, la alegría de los más folclóricos y los fuertes contrastes dinámicos de los minuetos, echamos en falta algo más de drama y conmoción en el adagietto y el intermezzo, si bien aplaudimos rotundamente las fabulosas intervenciones de Juan Ronda a la flauta y Antonio Pérez al saxofón.
Bender y la Sinfónica brillaron especialmente en la página más sombría de la noche, la Sinfonía de Cesar Franck, un prodigio de religiosidad y grandilocuencia que resolvieron encontrando el perfecto equilibrio entre su peso sinfónico y la siempre pretendida ligereza francesa, y además de un solo impulso, sin que a la partitura se le notaran las costuras ni pareciera una pieza fragmentada. El Lento evidenció una dramática pesadumbre, mientras en el Allegretto sobresalió su carisma poético y el Finale se reveló compacto y resplandeciente. Una experiencia casi mística que contagió a un público que, salvo por algunas estrepitosas caídas de objetos, se comportó de manera impecable.
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