Teatro de la Maestranza, jueves 21 de junio de 2018
La presente temporada de conciertos de la ROSS va llegando a su fin, y con él una de las más singulares de cuantas hemos podido disfrutar en los últimos años. Ello se debe fundamentalmente a la frondosa celebración del centenario de Leonard Bernstein que se ha llevado a cabo en nuestra ciudad gracias a la afinidad de John Axelrod con el maestro americano. Cada programa concebido en torno a su figura ha contado no sólo con una pieza compuesta por él, sino que se ha arropado además de obras muy características de su repertorio como director, faceta tan reconocida o más que la de compositor. Así, esta vez su segunda sinfonía llegó acompañada de The Unanswered Question de Charles Ives y la controvertida Sinfonía nº 5 de Shostakovich, obras que Bernstein contribuyó sobremanera a divulgar y que forman parte fundamental de su distinguido catálogo junto a la Filarmónica de Nueva York.
Sutilmente y con un eficaz juego de equilibrios surgió la cuerda cíclica y sostenida, sobre cuya base dialogan la trompeta y las maderas, en esa Pregunta sin respuesta sobre la existencia misma, sensacional breve pieza que Ives, de quien Bernstein era todo un especialista, compuso a principios del XX y sin embargo sigue resultando tan moderna e inspiradora que hasta en el cine es fácil encontrar referentes, como ese tema principal de Alien de Jerry Goldsmith o el plagio de James Horner en Wolfen. Hubiésemos preferido que la trompeta se hubiera situado en algún lugar de la platea, quizás en la entrada principal, mejor que sonar detrás del escenario, donde perdió fuerza y expresividad; no obstante Axelrod condujo con notable refinamiento, el nivel fue satisfactorio y la experiencia cautivadora. Para esa incansable búsqueda de la fe en una sociedad lastrada por la pérdida de valores que es la Sinfonía nº 2 del compositor de Massachussetts, se unió al conjunto el pianista austriaco Markus Schirmer, caracterizado por su energía y expresividad. Su interpretación de este poema sinfónico concertante derrochó brillantez y sensibilidad, mientras Axelrod abordó esta intencionada página desde la claridad y la sinceridad. Su carácter ecléctico alcanzó la cumbre en la zona central de la segunda parte, esa Mascarada que invita al pianista a desplegar todo su virtuosismo a ritmo de jazz, acompañado por una rutilante percusión y un sensacional apoyo al contrabajo del impagable Lucian Ciorata, además de los ecos de otra estupenda pianista, Tatiana Posnikova, magnífica también a la celesta. Ya en otro registro, sin abandonar la seriedad pero sumergiéndose en una nostalgia amable, Schirmer tocó la Melodía Húngara de Schubert como propina.
Bajo su apariencia de reconciliación y disculpa con el régimen stalinista, la Quinta de Shostakovich es una obra que expide amargura y mucha ironía, pero una interpretación justa no debe evidenciarlo a toda costa. Es preferible abordarla desde la partitura, desde la música misma, y descubrir sólo a partir de ella la verdadera intencionalidad del genio ruso para llegar a resultar profundamente conmovedora, como de hecho así ocurrió en manos de Axelrod, demostrando que el milagro de su Séptima de hace dos semanas no fue una casualidad. Fue tal la intensidad emocional que supo imprimir el director a una orquesta de nuevo al máximo de sus posibilidades, que librarse de la conmoción fue difícil durante un largo tiempo incluso tras su degustación. Un moderato inicial doloroso, un despreocupado a la vez que irónico scherzo, un meditativo, misterioso y desgarrador largo y un potente y dramático allegro final, rubricado por unos metales rutilantes y unos timbales voluptuosos, coronaron una versión brillante y conmovedora de esta popular pero amarga sinfonía.
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