
Dicho esto, la producción que pudimos ver anoche, y que llega del Festival Castell de Peralada y la Ópera de Bilbao auspiciada por su asociación de amigos, constituye un considerable esfuerzo que busca a partir de un concepto absolutamente tradicional de la puesta en escena, reconstruyendo milimétricamente cada detalle expuesto en el libreto de Illica, hacer un análisis psicológico y social de un episodio tan crucial para la historia de los hombres y las mujeres como la Revolución Francesa, y de paso del género humano y su vocación autodevoradora. Se agradece el intento, aunque por el camino ese retrato queda desdibujado, especialmente en el apartado de los personajes. Pero cumple en su función de entretenimiento y vehículo para la música y la voz, hasta el punto de que consigue ser eficaz para quienes se inician en la ópera. Mérito de ello lo tiene en gran parte el texto, con tanto argumento condensado en apenas dos horas, un logro de síntesis que debemos al talento del libretista de Tosca.
Los ideales revolucionarios
Uno de los aspectos más celebrados de la ópera de Giordano es utilizar un fondo histórico no como mero paisaje en el que desarrollar las sempiternas intrigas románticas. Aquí la revolución es un argumento en sí mismo, y la era del terror que siguió a la toma de la Bastilla una cuestión sometida a análisis, aunque sus consecuencias hagan pensar en un tratamiento reaccionario de la cuestión. La escenografía y la dirección escénica no ayudan a marginar este tratamiento, sino más bien a potenciarlo. Hubiera sido interesante apartarse de esa línea e intentar ser más crítico con la situación. La idea, basada en un mundo que fenece y otro que emerge de unas cenizas que no acaban de desaparecer para acabar engullendo también al nuevo orden, se plasma convincentemente en unos decorados clásicos pero simbólicamente resquebrajados y hundidos, y cuyos recursos sirven para ir paulatinamente creando otras atmósferas de caos y desesperación. Lástima que el movimiento escénico se plasme una vez más de forma tan esquemática y convencional, si bien las masas, en la fiesta inicial y en el tribunal del tercer acto, se mueven con más naturalidad que en otras ocasiones. Particularmente consideramos que lo más interesante en este título sería ahondar en la complejidad psicológica del personaje de Gérard, un villano que no lo es tanto, que sabe reconocer y admirar a su inspirador y que obra por ideales justos pero en cierto modo se encuentra decepcionado por el devenir de los acontecimientos. Y eso no está trabajado en esta producción.
Un nivel aceptable

El barítono Juan Jesús Rodríguez encarnó a Gérard con plena seguridad, una voz rutilante sin tiranteces ni imposturas, sensacional también a nivel actoral, salvando con nota el papel más complejo dramáticamente de la función, a pesar de ese defecto en la dirección que no le permitió ahondar en sus instintos y encontrados sentimientos en la medida justa. Mantuvo una línea de canto flexible y precisa, resolviendo sus continuos cambios de registro con total naturalidad. Memorable resultó su recreación de Nemico della patria. También onubense, pudimos disfrutar una vez más del buen oficio de David Lagares, visiblemente adelgazado y manteniendo esa voz profunda perfectamente reconocible entre los aficionados sevillanos. Siempre intensa y tan agradecida, Ainhoa Arteta continúa resultando convincente en roles de mucha menor edad gracias a esa belleza inmarchitable y físico envidiable con que la naturaleza le ha bendecido. Mantiene también buenos recursos canoros, y aunque evidencia cambios bruscos de color en algunas ocasiones, logra emocionar con su hermoso timbre y capacidad para proyectar y expresar en arias tan fundamentales como La mamma morta, recompensada con una larga ovación.
Alfred Kim, a quien recordamos por la Aida de hace unos años, posee una generosa facilidad para proyectar, como quedó patente en Un di all’azzurro spazio, y un timbre agradable y nada estridente, pero en su contra le falta capacidad expresiva y denota bruscos cambios de registro que afean su aportación. Aun así su dúo con Maddalena al final del segundo acto resultó emotivo. Del resto de voces nos quedamos con el buen trabajo desplegado por Marina Pinchuk, a quien hemos visto en el Maestranza en La hija del regimiento y en recital, que en su doble papel de Condesa y la vieja Madelon mantuvo una buena línea de canto, seguro, bien fraseado y convincente también en lo expresivo. También Alberto Arrabal contribuyó a ese nivel aceptable en las voces que pudimos disfrutar en esta función dedicada a un poeta idealista devorado por la jauría humana, en la que echamos de menos un poco más de riesgo, análisis y originalidad.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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