No hace mucho que la Compañía Nacional de Danza decidió tomar un camino alternativo a lo que acostumbraba a montar, que le permitiera abordar los grandes títulos del ballet clásico o bien llamado romántico, y desde entonces no ha hecho sino cosechar éxitos y situarse en una línea suficientemente solvente como para competir con compañías más habituadas al repertorio. Aquí en el Maestranza hemos podido comprobarlo con estupendas producciones de El cascanueces o Giselle en las que ha primado una primorosa puesta en escena, apoyada en unos postulados escenográficos y dramáticos lo suficientemente trabajados como para ofrecer buen teatro a la vez que un espectáculo de danza de primer orden. Es el camino que emprendió José Carlos Martínez y que su relevo Joaquín de Luz mantiene desde hace casi un lustro.
El ballet dejó de funcionar como mero entretenimiento operístico y de otras disciplinas cuando el coreógrafo Filippo Taglioni y su hija la bailarina Marie Taglioni presentaron en París su particular versión bailada del cuento de Charles Nodler adaptado por Adolphe Nourrit sobre una criatura del bosque enamorada de un joven a punto de casarse, que ve cómo su ilusión y con ella su vida fenecen por voluntad de una malvada bruja, ingredientes hoy afortunadamente trasnochados que siempre han acompañado a este tipo de fábulas perjudicando la imagen y el conveniente desarrollo de la personalidad de la mujer, pero que servían para plasmar el eterno conflicto entre lo material y lo espiritual y demostrar que toda existencia nunca es fácil ni armoniosa. Fue Taglioni el artífice del baile en puntillas o los tradicionales tutús, pero no fue la suya la coreografía que trascendió sino la que cuatro años más tarde estrenó en Copenague Auguste Bournonville, que quedó prendado de la función de Taglioni cuando asistió en París a una de sus representaciones junto a su alumna Lucile Grahn, que protagonizó esta versión que ahora podemos disfrutar en el Teatro de la Maestranza, sólo un mes después de estrenarse en la Zarzuela. Se da la circunstancia de que siendo una piedra angular en la cultura danesa, no suele representare mucho fuera de su país y sin embargo estos meses hemos podido atenderla en España en tres ocasiones, las dos del CND y la que de la mano del Ballet Nacional Checo ha ofrecido hace escasamente unos días Les Arts de Valencia. La original de Taglioni estuvo mucho tiempo olvidada, pero tras un arduo trabajo de reconstrucción ha ido ocupando posiciones en algunos de los teatros más prestigiosos del mundo.
Mientras esta primera versión tuvo música de Jean Schneitzhoeffer, Bournonville encargó para su particular Sílfide una nueva partitura al compositor noruego afincado en Dinamarca Herman Severin Lovenskiold, brillante pianista cuya carrera como tal quedó truncada por su condición de aristócrata, lo que propició que se dedicase más a la composición, siendo este ballet su trabajo más difundido. A pesar de que tanto la coreografía y la puesta en escena como la música de La sílfide parecen seguir las pautas logradas por los grandes ballets románticos de Adam, Minkus y hasta el mismísimo Chaikovski coreografiados por Petipa, no hay que olvidar que éste fue el primero y por consiguiente el que sentó las bases de toda esa tradición europea, por lo que hay que considerarlo pionero y su reposición un extraordinario trabajo de arqueología.
Los resultados de la mano de la Compañía Nacional de Danza no pudieron ser más felices. Su sencilla dramaturgia se sigue sin problema gracias a una perfecta planificación de los ingredientes dramáticos, desde los personajes, perfectamente definidos, a los escenarios pasando por la gracilidad de movimientos, tan expresivos como coherentes. Un vestuario luminoso y colorista y esa mágica ambientación que proporcionan los cuentos situados en tierras escocesas y que han inspirado incluso suntuosos musicales como Brigadoon de Lerner y Loewe, consiguieron ayer en su estreno sevillano maravillarnos y transportarnos a ese mundo de fábula e ilusión. Ciertamente se trata de un ballet breve, de apenas setenta minutos de duración divididos en dos partes, un detalle propiciado por su carácter embrionario, donde todavía están ausentes esos pasos a dos y danzas de lucimiento que rompen la trama y funcionan como gimnástica exhibición en los títulos más señeros del repertorio. Eso no es obstáculo para proporcionar a sus bailarines y bailarinas coreografías complicadas donde el equilibrio, a veces casi imposible de mantener, y los giros cobran especial relieve, y ahí encajaron con precisión Yanier Gómez y Jorge Palacios, cuyos brincos parecían hacerles volar con una agilidad y una fuerza extraordinarias, un particular que Bournenonville cuidó al detalle al protagonizar él mismo su primer James. En el otro extremo nos encandiló la ingravidez y belleza etérea de movimientos de Yaman Kelemet, perfectamente secundada por Daniella Oropesa, más humilde en sus cometidos, y la bruja encarnada con convicción por Ireñe Ureña. Un elenco de primer orden que dará paso hoy a otro distinto, y otro mañana cuando finalicen las representaciones del único ballet al año en Sevilla que cuenta con orquesta en el foso.
En este particular cabe mencionar el trabajo preciso y contenido del especialista en la materia Daniel Capps, si bien echamos en falta más músculo y nervio en la primera parte, resuelta con una dulzura algo empalagosa, mientras en la segunda llevó a la orquesta más cerca del límite de sus posibilidades, logrando mayor fuerza expresiva en relación inversa a la de la danza, rutilante en una primera parte que proporcionó momentos corales de enorme belleza y precisión, mientras la segunda quedó algo más desvaída y falta de carisma. La música escrita por el veinteañero Lovenskiold exhibe su inspiración en Kuhlau y en la soledad brumosa y melancólica de Weber, pero con momentos de enorme júbilo y rutilantes länder que dan a la coreografía una gran vistosidad y que la orquesta defendió con ahínco y responsabilidad. Desconocer la plantilla de la orquesta nos permite comentar sin prejuicios que el violín solista no estuvo tan inspirado como en otras ocasiones, sonando puntualmente raquítico, mientras las prestaciones del violonchelo fueron tan hermosas como atinadas, todo en un conjunto en el que como aseguraba el libreto de Edward Kleban para el musical de Marvin Hamlisch A Chorus Line, todo es belleza en el ballet.
No hay comentarios:
Publicar un comentario