Pocos aguanten un monográfico de su obra tan bien como lo hace Haendel, sin que resulte monótono ni aburrido. Eso es lo que hicieron los y las integrantes de la generosa plantilla con la que la Barroca celebró ayer el final de su temporada, seis conciertos a los que se unieron sus intervenciones en otros proyectos y viajes. Ante el pleno absoluto con el que suelen rubricar sus conciertos en el Turina, la Barroca desplegó toda esa alegría, entusiasmo, complicidad y energía que tanto nos contagia y que constituye una de las señas de identidad del conjunto hispalense.
La convocatoria vino precedida de una breve y prescindible representación de una escena de teatro clásico, en el más puro sentido del término, a partir de textos de Farsalia de Lucano, sobre la guerra civil entre Julio César y Pompeyo Magno, con los que las tres jóvenes voces convocadas desplegaron sus habilidades con el latín, convenientemente traducido para seguir diciendo nada ante tanto público expectante de lo que verdaderamente importaba, la música. Se trataba de representar así a uno de los personajes más asociados al imaginario haendeliano, a partir del título operístico con mayor presencia en el programa diseñado, Giulio Cesare in Egitto.
Arrancó después una entusiasmada interpretación del quinto de los conciertos grosso agrupados bajo el opus 6 del catálogo del compositor, dechado de energía y fuerza dramática en la que tanto brillaron los furiosos pero siempre matizados allegri, como el centelleante presto que precedió a un largo resuelto con altas dosis de lirismo y sentimiento, hasta el elegante minueto final que dio paso a la primera de las intervenciones de la mezzo navarra Maite Beaumont.
Familiarizada con el público sevillano, ante el que ha actuado en una versión de concierto de Rinaldo junto a Harry Bicket y The English Concert y en la Alcina que pudimos ver y oír en el Maestranza la pasada temporada, esta vez con la Orquesta Barroca de Sevilla en el foso, Beaumont demostró una vez más por qué su voz resulta ideal para abordar este atractivo repertorio. Cálida y comprometida, triunfó en Cara speme, dando voz al atormentado Sesto con el solo acompañamiento de Mercedes Ruiz al violonchelo y Alejandro Casal al clave, tan precisos y llenos de encanto como suele ser habitual. Sin salirse del personaje, lució en su siguiente intervención, L’angue offeso, generosas agilidades y dominio absoluto de la expresividad y la coloratura, brillando también por la naturalidad de su emisión y la flexibilidad en los frecuentes cambios de registro.
Lástima que en Pena tiranna, ese emotivo lamento de Dardano, amante frustrado en Amadigi di Gaula, sus aptitudes y la belleza de su timbre quedaran soslayadas por la intervención en primera línea del oboísta Pedro Castro y el fagotista Eyal Streett, no porque sus participaciones deslucieran, destacando el control de la respiración del segundo en su intervención obligado, sino porque faltó un mejor ensamblaje de las voces, a lo que se unió esa misma falta por parte de la cuerda dirigida por el especialista Stefano Barneschi, también ampliamente familiarizado con el conjunto sevillano. De esta forma, sonó algo caótico, sin la cohesión necesaria. Mucho mejor el famoso Dopo notte de Ariodante, donde Baumont volvió a desplegar amplias facultades para las agilidades y el bel canto, al igual que en la propina, que nos devolvió al Ruggiero con el que participó en la Alcina maestrante del año pasado, logrando un Mi lusinga il dolce affetto en el que destacó su capacidad para expresar afecto y compasión.
La participación de la orquesta, además de arropar con candor y lucidez a la mezzo, se completó con dos movimientos de la Sonata para violín Op. 1 no. 6 en la que Barneschi lució sus habilidades también en el fraseo y el ritmo, además de evidenciar un sonido aterciopelado y homogéneo. También sonó la Obertura de Giulio Cesare y otro Concerto grosso, el no. 7 del mismo cuerpo, con exactas aptitudes y capacidad inventiva.
Fotos: Luis Ollero
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