USA 2014 165 min.
Guión y dirección Richard Linklater Fotografía Lee Daniel y Shane Kelly Intérpretes Ellar Coltrane, Patricia Arquette, Ethan Hawke, Lorelei Linklater, Libby Villari, Marco Perella, Jamie Howard, Andrew Villarreal, Zoe Graham, Steven Prince
Estreno en España 12 septiembre 2014
Todo el mundo ha caído rendido a sus pies desde su presentación en Sundance, y aparte los premios recibidos, entre los que se encuentra el Oso de Plata al mejor director en Berlín, se le vaticinan numerosos reconocimientos ahora que se acerca la temporada. No cabe duda de que esta admiración incondicional se debe fundamentalmente a su original, rompedora y laboriosa gestación. Nada más y nada menos que doce años ha necesitado Linklater para filmarla, y no por problemas de producción ni desavenencias artísticas, sino por venir así establecido en el plan de rodaje; no en vano se trata de reflejar la vida de un niño de cinco años, pasando por su adolescencia hasta alcanzar la juventud y la puerta hacia la madurez y un futuro no tan incierto como cabría esperar, al cumplir los dieciocho años. Y todo eso en tiempo real, siguiendo el verdadero desarrollo de su actor protagonista, Ellar Coltrane, que para satisfacción y orgullo de sus progenitores va experimentado los consabidos cambios físicos y mentales ante la pantalla -también el propio director habrá disfrutado lo suyo viendo en pantalla crecer a su propia hija, Lorelei, que interpreta a la hermana del protagonista, de repelente niña prodigio a insulsa adolescente-. Linklater se perfila así como especialista incontestable en hacer envejecer a sus personajes ante nuestros ojos. Lo hizo con Julie Delpy y Ethan Hawke convocándolos cada diez años para narrar la historia de amor entre Jesse y Celine en Antes del amanecer, del atardecer y del anochecer, en tres momentos puntuales de sus vidas. Ahora la empresa es más ambiciosa y el viaje dura doce años, resumidos en casi tres horas de metraje, si bien podría haberse resumido aún más y no sólo no haberse resentido el resultado sino incluso mejorado de cara a la paciencia del sufrido espectador que puede llegar a entusiasmarse con algunos episodios, mientras el resto podrá parecerle tan tedioso e insustancial como nos lo ha parecido a nosotros. Y es que asistimos a lo largo de los doce primeros años del siglo XXI a una sucesión de clichés y tópicos típicamente americanos, la enésima venta de un estilo de vida que ya no nos es ajeno ni extraño porque sin darnos cuenta lo hemos ido engullendo a través del cine y la televisión y, lo que es peor, adoptándolo en sustitución de nuestra particular idiosincracia. El sueño americano representado en la obtención de un título universitario, garantía de éxito y prosperidad; la violencia residual que supone el maltrato doméstico o el fanatismo religioso y armamentístico (aunque sabemos que de residual nada y que es más bien consustancial al estilo norteamericano); el espíritu libre y democrático que es capaz de acabar con todas las lacras, ya vengan del interior a través de un presidente nefasto o del exterior con las secuelas psicológicas de una guerra en oriente; o ese paso matemáticamente exacto de la niñez a la madurez que para los americanos es la graduación y posterior ingreso en la Universidad, independencia del hogar materno incluido. Como se ve todo un cocktail o refrito de temas genuinamente americanos que aceptamos como naturales, inconscientes de la posición de víctimas de la colonización encubierta que hemos sufrido y que está minando nuestros propios valores, tan válidos y a menudo más que los de este pueblo entusiasta, soberbio y arrogante que ejerce constantemente el dominio intelectual. Pero Europa entera se rinde, sin más y sin reflexión apenas, al prodigio, que además llega a ser soporífero en su reiteración de situaciones, su tendencia a postular y su pretensión intelectual. El experimento es curioso y deja algunas perlas, pero en conjunto huele y molesta por ombliguista y terriblemente conformista y condescendiente con una coyuntura, la actual, que ni conviene ni progresa, merced a una colonización castradora o, en el mejor de los casos, anuladora. Para entendernos, que está bien que les guste su sistema y comulguen con él, pero que no intenten imponerlo, y sobre todo que reflexionemos para no permitir que lo hagan.
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