Jueves 25 de septiembre de 2014
Curiosa propuesta la elegida para arrancar una nueva temporada de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, aún con un futuro incierto por delante y con las pilas presuntamente recargadas tras la pausa estival. Enmarcado dentro de la programación de la Bienal de Flamenco, se trataba de ofrecer un programa netamente español ensamblado con el cante flamenco, más concretamente el de Estrella Morente, que barrió hacia su portal todo el protagonismo de la noche, en parte por su arrolladora personalidad y talento artístico, y en parte también por su divismo y falta de humildad. Curioso también porque en estos tiempos convulsos de quebranto geográfico, dos de los compositores convocados eran catalanes volcados en el tipismo tradicionalmente español. Roberto Gerhard fue otro desdichado exiliado de Franco cuya obra estuvo fuertemente influida por el nacionalismo español, mientras Joan Albert Amargós conjuga en su música nacionalismo, populismo y modernidad, desde un punto de vista incontestablemente hispánico. Y curioso porque la batuta se confió a Edmon Colomer, cuya experiencia durante tres años frente a la Orquesta Filarmónica de Málaga tiene cierto parecido, al menos en cuanto a relaciones con los músicos se trata, con lo que nos han contado acerca de nuestra propia formación y la dirección cuya continuidad hoy tanto se cuestiona.
Entrando en materia, la cantaora monopolizó la primera de un excepcional concierto con tres partes, acompañada solo por la guitarra que el veterano Pepe Habichuela tocó con seguridad y dominio pero cierta sensación de monotonía, siguiendo los patrones de las soleás, seguiriyas y otros palos que entonó Estrella Morente, sin apenas concesiones a la fantasía o la imaginación. En el caso de ella no es tanto imaginación lo que falta como un más convincente y satisfactorio grado de emoción, compensado si acaso con un timbre sedoso y brillante, de sonido nítido y maleable. Su versión de las Siete Canciones Populares, de las trece antiguas recopiladas y armonizadas por García Lorca, orquestadas por Amargós en 1998, estuvo sobrada de brillo, energía y agilidad, pero su decisión de amplificar la voz con micrófono empañó el resultado global, con una orquesta que quedó a menudo eclipsada y un trabajo de adaptación y orquestación seriamente desvirtuado y enturbiado, a lo que hubo que añadir algunos descompases. La suya es una orquestación festivalera, eminentemente ligera en concepción, profusa y terriblemente espectacular, próxima al music hall o show de casino; no obstante hubiera sido agradecida una escucha más atenta y libre de servidumbres como las palmas y la percusión del grupo de la diva. En El amor Brujo se desató del todo, imponiéndose no sólo en los cuatro números cantados o recitados, sino en otros tantos que acentuó con su particular, y algo soso, jaleo. La catarsis (y el desmadre) llegó de la mano del baile casi improvisado a lo largo y ancho del patio de butacas al ritmo de la Danza del fuego. Fue divertido y se metió al público en el bolsillo. Por cierto, ¿para cuándo una versión en el Maestranza de la página de Falla con mezzosoprano en lugar de gitanerío?
Así las cosas sólo en las piezas puramente orquestales pudimos apreciar el trabajo del controvertido Edmon Colomer a la batuta, para corroborar la aspereza y machaconería que, al menos en estos últimos años, se le achaca. Hubo brío y limpieza pero escaso refinamiento en las archiconocidas Danzas Sinfónicas de Turina; además la sección de metales, que sonaron de forma impecable, no encontró cohesión con el resto del conjunto. Tampoco la partitura de Gerhard, una suite sinfónica que el compositor extrajo de su ballet Alegrías de 1942, alcanzó una interpretación memorable, sin apenas matices y falta de análisis en la asociación entre el nacionalismo y el dodecafonismo que el autor cultivaba influido por su maestro Schönberg y que caracteriza una obra de la que ésta no es una excepción. Se echó en falta el habitual programa de mano - en su lugar se ofreció el más parco elaborado por los responsables de la cita flamenca –, y el protagonismo absoluto de Morente deslució el debut de la temporada de la Sinfónica, que tuvo que plegarse tanto a ella que casi pareció convertirse en su propia orquesta, procurando denostadamente arroparla como lo hizo el capote de paseo que sacó la cantaora en la segunda parte. Esperaremos al segundo concierto para considerarlo el primero oficial de la temporada recién inaugurada.
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