Redman y Hegdal sentados frente a algunos integrantes de la Trondheim Jazz Orchestra |
Algunos descubrimos a Joshua Redman a principios de este siglo, cuando llevaba ya casi una década encandilando a la afición. Fue a propósito de un disco que Simon Rattle y la Sinfónica de Birmingham dedicaron a recrear clásicos de Duke Ellington, con la colaboración inestimable de gente como Luther Henderson, Clark Terry o la mítica Lena Horne. Redman aparecía también como artista invitado en ese registro, al que aportó la sensualidad y el carisma de su toque al saxofón. Conscientes del tradicional interés que el jazz suscita en los países nórdicos, especialmente los que comparten la península escandinava, con festivales por toda la geografía, incluidos los de Oslo y Estocolmo, esperábamos sorprendernos con esta formación proveniente de Trondheim, ciudad justo a la mitad de Noruega y con una de las catedrales más hermosas del norte de Europa.
Redman y Heirik Hegdal coincidieron en el Festival de Molde en 2006. En un principio el saxofonista californiano se mostró algo reticente ante la invitación a colaborar con la orquesta, cuyo carácter experimental y vanguardista no parecía casar con el estilo clásico del artista; quizás la participación de músicos de la talla de Chick Corea o Pat Metheny en el conjunto debió convencerle para aceptar, cristalizando incluso en el compacto Triads and More. La TJO, que adapta el número de sus cuantiosos integrantes a las necesidades de cada convocatoria, doce en este caso, mantiene en su lista de colaboraciones a artistas consagrados del país, como el pianista Christian WallumrØd, el multinstrumentista Kristoffer Lo o el dúo Albatrosh.
Cierto que el carácter experimental, híbrido y cross-over, de la música de Hegdal, en manos de una suerte de big band combinada con maderas y cuerda de formación clásica, difiere del más puramente jazzístico de Redman, si bien éste cultiva ese arte de la improvisación vertiginosa en cierto modo próximo a grandes como el desaparecido Ornette Coleman, lo que mezclado con el estilo difuso de la formación puede dar resultados muy estimulantes. Sin embargo en esta ocasión la sensación global fue más bien aparatosa, con una cuerda a menudo inaudible, salvo en los solos de Olan Kvenberg al violín; una especie de campo de nadie complicado para satisfacer sensibilidades dispares. Algunos momentos mágicos, como los protagonizados por la flauta de Trine Knutsen o la voz de Øyvind Engen, junto a otros diabólicos, como la furia de Ole Morten al contrabajo, no lograron a nuestro juicio elevar un espectáculo desconcertante que apenas satisfizo nuestra inicial curiosidad.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía el 31 marzo 2016
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