¿Será Angela Meade la Ana Bolena de los tres mi trescientos días, como la desdichada reina inglesa lo fue de los mil días - como rezaba el título de la célebre película que protagonizó Genevive Bujould hace cuarenta y seis años -, habida cuenta de que la soprano norteamericana debutó en el rol hace ahora nueve años? A la vista de los resultados disfrutados en esta función parece que su encarnación del personaje se prolongará mucho en el tiempo, sobrepasará con creces esos tres mil trescientos días apuntados, y se convertirá en una referencia segura; eso siempre que cuide su salud, lo que pasa por controlar el peso. Habíamos sido avisados de que la confluencia de factores felices en la noche del estreno haría difícil que el milagro volviera a obrarse en las funciones siguientes; afortunadamente no fue así, y tanto la del sábado, de la que dejó buena constancia mi amigo Fernando López Vargas-Machuca, como la tercera del ¡martes 13! nos dejaron igual de boquiabiertos que a quienes asistieron el jueves 8 de diciembre. Las espléndidas críticas cosechadas debieron surtir efecto a juzgar por lo lleno que nos pareció el Maestranza. Para quienes no profesamos ese amor incondicional por el bel canto, Anna Bolena nos puede parecer un título excesivo y, como dicen los italianos, pesante. Sin embargo, cuando una música, sea del talante que sea, viene acompañada de tan suculentos ingredientes y todo funciona de manera tan ejemplar, la partitura se dignifica y engrandece, sonando con todo el relieve y la belleza que merece. Así sucedió con esta producción que llegó de Verona y cautivó a Sevilla.
Todo lo que se ha dicho de Angela Meade es cierto y se queda corto. A pesar de ser la protagonista absoluta, su participación encandila hasta el punto de que desearíamos estar escuchándola toda la noche, a cada momento, y repetir la experiencia hasta la saciedad. La emisión de su voz es pura naturalidad, con filados muy trabajados que a la vez parecen sin esfuerzo, una concepción del legato que excede de lo convencional y un exquisito gusto en la modulación así como en el control de los reguladores y las dinámicas, pasando con una facilidad pasmosa de los pianissimi más complejos a unos sensacionales agudos, primando siempre la elegancia y la naturalidad, sin excesos ni ornamentaciones artificiosas. Lo suyo es auténtica responsabilidad musical o cómo conseguir con los mejores recursos a su alcance, los que le ha proporcionado una generosísima naturaleza, ponerse por entero al servicio de la belleza, sin artilugios ni imposturas. En lo expresivo, tanto gestual como a nivel de canto, mantuvo toda la noche una postura de dignidad y orgullo no exento de arrogancia que quizás no sea lo más habitual en su papel de reina despreciada y traicionada, pero que funcionó bien frente a una Jane Seymour a la que Ketevan Kemoklidze dotó de una adecuada progresión de carácter que fue desde la ambición a la piedad. Destacábamos a propósito de la interpretación de la mezzo georgiana en La muerte de Cleopatra de Berlioz junto a la ROSS hace apenas un mes, su timbre brillante e imponente proyección, además de una considerable teatralidad. Todos esos atributos, además de un canto sedoso y una ajustada sensualidad, asomaron también en el rol de la tercera esposa de Enrique VIII, logrando momentos tan sublimes como el duelo que protagonizaron ambas reinas en el segundo acto, prodigio de expresividad y afinación, que fue seguido de una extensa ovación. Ismael Jordi volvió a entusiasmar a su enamorado público sevillano, a pesar de una cavatina del primer acto en la que tuvo que recurrir a soluciones un tanto forzadas y estridentes para alcanzar los intrincados agudos propuestos en la compleja partitura. El resto fue como la seda, quizás demasiado intenso y melodramático, pero enorme en potencia y belleza vocal. El personaje del rey se hubiera beneficiado de una voz más grave que la de Simón Orfila, que sin embargo encaró el personaje con muchas profesionalidad y sumando en la apuesta por ennoblecer la función, aunque mostrara un Enrique VIII más afligido que cruel. Alexandra Rivas, ya familiar para el público del Maestranza, también estuvo a la altura a pesar de una tesitura más aguda que la de contralto que demanda la partitura, mejor en la escena de la alcoba que en su intervención inicial. De voz profunda y bien colocada, no tan tremolante como en otras ocasiones, la intervención de Stefano Palatchi se sumó también al estado general de gracia, que no hubiera sido posible sin la batuta sabia y controlada del experto Maurizio Benini, que ya dirigió a la ROSS en la Norma de hace dos temporadas que canceló precisamente Angela Meade.
Sin el acompañamiento respetuoso y elegante de Benini, no por discreto menos perceptible y con personalidad, el espectáculo no hubiera sido lo mismo. Ejemplo claro de la confluencia de majestuosidad y exquisitez fue el magnífico cuadro de la cacería, donde relucieron todos los elementos estéticos de la producción. Ejemplares también las voces del coro, magníficas replicadoras del sufrimiento de la reina como si de una tragedia griega se tratara.
La puesta en escena de Graham Vick es un compendio de cordura y buen gusto, exquisito en todos los detalles y con soluciones estéticas que la sacaron del habitual estatismo de este tipo de propuestas. Entre lo clásico y la modernidad, y entre lo gótico y lo romántico, combinándolos acertadamente teniendo en cuenta el carácter del título en cuestión, sobre todo en el vestuario. Paredes de estilo gótico inglés en metacrilato para entrever el movimiento escénico detrás, elementos simbólicos tan significativos como una corona de espinas gigante o una enorme espada atravesando el escenario, o una cruz griega como plataforma giratoria sobre la que iban sucediéndose las distintas escenografías, fueron dotando al conjunto de una solemnidad y una exquisitez extremas, redondeado con un concepto de la iluminación que, salvo algún despiste en la escena final de la locura, contribuyó al acabado perfecto de un espectáculo memorable.
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