Después del festín canoro ofrecido por la norteamericana Angela Meade en su magnífica recreación de Ana Bolena de Donizetti, llegó por si fuera poco su connacional Sondra Radvanovsky, atreviéndose además para empezar con otra de las reinas que conforman la trilogía del maestro de Bérgamo, María Estuardo. Exhausta por la hazaña de haber interpretado a las tres monarcas – se completa con Isabel I en Roberto Devereux – en una misma temporada en el Metropolitan, su casa habitual, comenzar con Oh Nube! Che lieve per l'aria t'aggiri lo podemos considerar todo un detalle y un broche de oro a las cuatro memorables funciones operísticas de la pasada semana. Su generosa voz, en potencia y proyección, es de las que dejan pequeño cualquier auditorio. Su tesitura lírico spinto le permite abordar con total prestancia y naturalidad papeles en los que el registro se mueva con generosidad y desbordante sentido dramático. Ella posee además un centro poderoso y un timbre suficientemente oscuro como para sentirse cómoda incluso en papeles con graves tan contundentes como los de las veristas Andrea Chénier de Giordano, de la que bordó una Mamma morta de antología, Tosca de Puccini y Adriana Lecouvreur de Cilea que ofreció como dos de las cuatro propinas que completaron y corrigieron un breve programa.
Breve pero intenso a nivel expresivo, si acaso falto de una mayor dosis de buen gusto para recorrer con finura y exquisitez la gama de registros que con tanta naturalidad se permitió en páginas como Pleurez, pleurez, mes yeux de El Cid de Massenet. Radvanovsky posee unos recursos naturales envidiables, y no cabe duda de que ha trabajado con encomiable disciplina la técnica para dominar su voz a ese exuberante nivel. Lástima que las canciones de Rachmaninov las entonara con igual sentido dramático alejado de la estética liederista, siempre acompañada de un competente Anthony Manoli, de adecuado estilo rapsódico en estas páginas. Mejor resultaron las tres canciones seleccionadas de Bellini, ejemplo de encanto y amabilidad con las que la soprano continuó metiéndose al público en el bolsillo, gracias a su saber estar y esa simpatía habitual, sin complejos, de los artistas americanos.
Pero Radvanovsky no sólo es una artista generosa y de poderosa proyección; es además muy agradecida. No sólo a un público al que deleitó también con su verborrea sino a sus raíces, a un padre al que evocó con las canciones de Rachmaninov por sus orígenes rusos, con las de Copland, cantadas con notable sentido afable, que dedicó a su infancia en Chicago, y con una Canción de la Luna de Russalka que tanto le marcó cuando estudiaba en California con Martial Singher apenas unas semanas después de fallecer su progenitor. Un recuerdo a su padre y a su país de nacimiento, aunque ahora nacionalizada canadiense, que perpetuó en las propinas I Could Have Danced All Night de My Fair Lady y una canción navideña de Deanna Durbin, que miren ustedes por dónde a mí me recordaron con emoción al mío.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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