Enrike Solinís, un habitual de nuestra escena musical tanto en el Festival de Música Antigua como en estas Noches del Alcázar y otras manifestaciones variadas, volvió al Jardín del Cenador de la Alcoba junto a su grupo Euskal Barrokensemble para ofrecer uno de sus programas tan característicos, un conjunto de piezas alrededor del barroco menos conocido y transitado, pasadas por el tamiz de su propio espíritu y arregladas para cumplir con su declaración de principios. No engañan a nadie cuando aseguran que su intención es interpretar estas obras a partir de unas partituras que, en la mayoría de casos, sólo constituían un esbozo sobre el que generar una interpretación creativa e imaginativa, a merced del estilo y los recursos del intérprete.
El conjunto echó mano en esta ocasión del material con el que concibieron hace algunos años su disco Colores del Sur, aunque con un repertorio sensiblemente diferente al presentado en aquel registro, de la misma manera que hace un par de años en el FeMás adelantaron el material que habría de integrar su último CD, en torno a El amor brujo de Falla, protagonista en este concierto del botón de cierre, con una Danza del fuego también en un particular arreglo que haría las delicias de gitanos ávidos de nuevas y experimentales estéticas, y que sirvieron una vez más para que los cuatro integrantes desplegaran su capacidad expresiva y dominio técnico. Luego, como propina, unos indispensables Canarios de Gaspar Sanz sometidos, como el resto del programa, al matiz moderno de Solinís.
Desde el comienzo hubo tendencia a mezclar estilos y aires, acercando culturas hoy tan lejanas, pero entonces recíprocamente influidas, como la marroquí o la centroeuropea, con sonidos y ritmos de la música otomana de Dimitri Kantemir, Príncipe de Moldavia, danzas tradicionales, o unas marionas enlazadas a una chacona en la que los músicos sorprendieron por su versatilidad y capacidad para adaptarse a estilos incluso jazzísticos, como bien probó Caminero al contrabajo. Sin solución de continuidad, y echándose de menos alguna explicación sobre el programa y su estética, algo tan recurrente, a menudo innecesariamente, en estas noches estivales, Solinís hizo sonar sus instrumentos de cuerda pulsada, para lo que convocó a maestros como Kapsberger, Santa Cruz o Scarlatti con frecuentes reminiscencias árabes, mientras Zeberio fue capaz de hacer susurrar su violín y, poco a poco, ir reivindicando un espacio mayor hasta dominar melódica y expresivamente la representación, con colores sensuales y ocasionalmente celtas que Garay se encargó de potenciar con una percusión sutil y equilibrada que contribuyó sobre manera a una noche de ritmo irreprimible.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
El conjunto echó mano en esta ocasión del material con el que concibieron hace algunos años su disco Colores del Sur, aunque con un repertorio sensiblemente diferente al presentado en aquel registro, de la misma manera que hace un par de años en el FeMás adelantaron el material que habría de integrar su último CD, en torno a El amor brujo de Falla, protagonista en este concierto del botón de cierre, con una Danza del fuego también en un particular arreglo que haría las delicias de gitanos ávidos de nuevas y experimentales estéticas, y que sirvieron una vez más para que los cuatro integrantes desplegaran su capacidad expresiva y dominio técnico. Luego, como propina, unos indispensables Canarios de Gaspar Sanz sometidos, como el resto del programa, al matiz moderno de Solinís.
Desde el comienzo hubo tendencia a mezclar estilos y aires, acercando culturas hoy tan lejanas, pero entonces recíprocamente influidas, como la marroquí o la centroeuropea, con sonidos y ritmos de la música otomana de Dimitri Kantemir, Príncipe de Moldavia, danzas tradicionales, o unas marionas enlazadas a una chacona en la que los músicos sorprendieron por su versatilidad y capacidad para adaptarse a estilos incluso jazzísticos, como bien probó Caminero al contrabajo. Sin solución de continuidad, y echándose de menos alguna explicación sobre el programa y su estética, algo tan recurrente, a menudo innecesariamente, en estas noches estivales, Solinís hizo sonar sus instrumentos de cuerda pulsada, para lo que convocó a maestros como Kapsberger, Santa Cruz o Scarlatti con frecuentes reminiscencias árabes, mientras Zeberio fue capaz de hacer susurrar su violín y, poco a poco, ir reivindicando un espacio mayor hasta dominar melódica y expresivamente la representación, con colores sensuales y ocasionalmente celtas que Garay se encargó de potenciar con una percusión sutil y equilibrada que contribuyó sobre manera a una noche de ritmo irreprimible.
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